En el corazón del Amazonas

La inglesa Valerie Meikle cuenta por qué decidió hace 15 años vivir en las selvas del Amazonas.

SON LAS 6:00 A.M. y, alborotados, los mochileros, los pericos verdes y los tucanes se disputan las pepas de asahí, una palma que crece junto a mi casa. Es domingo, el primero del mes, el día de la minga y yo estoy encargada de ella. Se trata de una antigua tradición indígena que busca que los que vivimos aquí trabajemos por el bienestar de todos. Es lo que los expertos llaman un trabajo comunitario con fines sociales.

Para esta minga he decidido que todos debemos plantar más yuca y más matas de piña. Sin pensarlo demasiado, se me viene a la memoria la primera minga que viví, hace más de 10 años, cuando cuatro familias amigas -hoy somos seis- acabábamos de adquirir 29 hectáreas de tierra. Ese día sembramos cercaviva, plantas con espinas que por su altura y espesor ofrecen protección y mejoran el suelo. Esas plantas son las que le dan el nombre a esta reserva.

Llegué al Amazonas con mi compañero Miguel, luego de un largo viaje de cinco meses y de más de 1.500 kilómetros en canoa por los ríos Yaricaya, Yubineto y Putumayo. Fue una experiencia alucinante en una de las zonas más agrestes y solitarias de Colombia, pero con una riqueza natural, estética y cultural inigualable. Eso fue hace 13 años y lo recuerdo como si fuera ayer, pues cada día lo fui marcando en un diario que luego tomó forma en el libro Hacia el Corazón del Amazonas, que es la expedición de mi vida.

Fue en esa época cuando decidimos registrar nuestra tierra como reserva y, sin saberlo, fue la primera reserva privada de esta vasta área, del Amazonas colombiano.

Vivimos en una tierra pequeña pero que ha servido para que otros sigan nuestro ejemplo de convivir con la selva sin destruirla. La aniquiladora comercialización de la naturaleza está enfermando el Amazonas: las estadísticas dicen, por ejemplo, que cada año son arrasadas sólo en Colombia más de 700.000 hectáreas de bosque y que el Amazonas es una de las zonas más devastadas.

«DESCUBRÍ QUE MI FELICIDAD ESTABA EN LO MÁS SENCILLO Y EN LO MÁS SIMPLE. AHORA YA PUEDO MORIR TRANQUILA».
Nuestro grano de arena también ha ayudado a que la gente tome conciencia de la necesidad urgente de proteger el bosque tropical. Eso lo he aprendido de los indígenas que me permitieron penetrar en su entorno y me enseñaron a derrotar las trampas deshumanizantes del mundo consumista.

Pero ¿por qué vine al Amazonas? ¿Por qué una extranjera decidió cambiar las comodidades y el bullicio urbano por la sencillez y el silencio de los bosques? ¿Por qué atreverme a conocer lo que la mayoría de los colombianos desconoce? Porque descubrí que en las cosas más elementales estaba el verdadero sentido de la vida. Porque comprobé que no tenía que llenarme de riquezas materiales para sentirme bien, ni de mostrarme con otra cara para amar ni para ser amada. Porque encontré el valor de la libertad y vi todo lo que había perdido con el llamado progreso y todo lo que me había quitado ese afán de parecer pero no ser.

Hoy, a punto de cumplir 70 años, esa indomable gitana de eterno espíritu andariego que llevo dentro sigue ahí, con la misma fuerza que cuando empecé ese viaje por canoa.

Ahora estoy aquí, en medio de la frescura del bosque húmedo amazónico, respirando el oxígeno que exudan miles de árboles en una naturaleza pura y viviendo en medio de un fuerte aroma a orquídeas. Estoy en un paraíso, rodeada por un verde exuberante de hojas gigantes, de bejucos que serpentean sensualmente entre los árboles, de frutas y plantas exóticas, de micos que saltan y chillan en las copas, de grandes mariposas de brillantes colores, de tarántulas, lagartos y ranas que mantienen a raya a los zancudos, de borugas, de tigrillos y de delfines rosados que emergen para saludarnos cuando navegamos por el río.

Por todo esto decidí vivir aquí. Y aunque al principio fue difícil, como todo, porque no faltaron los sufrimientos y los momentos azarosos, he aprendido de la selva y de los indígenas que es posible vivir sin artificios, que es posible llegar a conocerse y que la mayor riqueza no está en un plato fino, sino en un sábalo asado a las brasas, acompañado por casabe, fariña y tucupí -el ají negro-, que son los ingredientes típicos de nuestros vecinos, los indígenas huitotos.

Pero lo más importante es que descubrí que mi felicidad estaba en lo más sencillo y en lo más simple. Por eso, porque descubrí el sentido de la vida, ya puedo morir tranquila. (www.revistacambio.com)

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Autor

Paul Monzón

Redactor de viajes de Periodista Digital desde sus orígenes. Actual editor del suplemento Travellers.

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