(PL).- Hacía frío, éramos pocos. Y, ¿qué importa? -escribe Gabriel Albiac en La Razón– También contra el franquismo fuimos cuatro gatos. ¿Por qué habíamos de ser más contra el dictador cubano? Bajo la lluvia helada, y después la nieve, del Madrid desolador de febrero, la soledad de un hombre libre hiere más profundo.
Medio siglo de dictadura en Cuba: la mitad de su historia. Medio siglo de complicidad española: tanto institucional cuanto privada. Lo obsceno llama a lo obsceno. No define a la izquierda esta complicidad.
Ni a la derecha. Vocablos hueros como cascajo, estos de «izquierda» y «derecha», que hace una eternidad ya que dejaron de servir para otra cosa que no sea la de hacernos más estúpidos aún de lo que ya nacemos.
La dictadura franquista amaba a Castro; con él, y frente a todos, mantuvo su exhibido idilio. Económico, en primer lugar: sólo la Unión Soviética y sus países ocupados acompañaban al General Franco en la fiel tarea de apuntalar el caudillismo en la Habana. Pero era aún más fuerte la certeza moral que el Régimen español tenía de hallarse ante sus jóvenes clones: gentes como los Castro o Guevara, figuras casi calcadas de los primigenios mitos fascistas españoles, de Primo de Rivera como de Enésimo Redondo, cuyos tópicos, conscientemente o no, reproducían, una y otra vez, literalmente.
De los protofascistas españoles provenía la consigna retórica favorita de los antiguos guerrilleros: «¡Patria o Muerte!», que fue la cabecera más inequívocamente nazi de la prensa española de los años treinta.
Y, ¿no eran, a fin de cuentas, esos jóvenes barbudos los finales vengadores de la perfidia estadounidense que, en 1898, diera al traste con la última reliquia, Cuba, de la Imperial España? Luego hubo aquí la transición.
Y el viejo falangista Suárez y su equipo de viejos falangistas, fieles a la fascinación de siempre hacia al gigante Castro, doblaron cuanto les fue posible el espinazo en una, más que irrisoria demente, súplica de legitimidad ante el gran líder antiimperialista.
Y, con ellos, y mucho más entusiasta que ninguno de ellos, el ominoso fusilador Fraga Iribarne.
Y, más tarde, pero idéntico, al fin, en orígenes ideológicos y en impostura democrática, Felipe González Márquez. ¿Por qué el hombre que presidió los Gobiernos-GAL no iba a regocijarse en un garito habanero con dos enormes mulatas, un Comandante asesino y un estupendo Cohiba?
Sólo se rompió con esa inercia de sangre y estiércol en ocho severos años, los de Aznar, que son los únicos a lo largo de los cuales España ha tratado de tener una política exterior desde hace más de un siglo. Pero eso fue un paréntesis, nadie se engañe.
De aquello queda Aguirre sólo. Por eso el PP de Gallardón-Rajoy debe liquidarla. Porque el pueblo ama la servidumbre. Y este pueblo de esclavos adora a Castro: el amo en el cual añora su plácido despotismo perdido.
Ha sido medio siglo de infamia en Cuba: la mitad de su historia de nación independiente; si es que a vivir en un campo de concentración puede llamarse independencia. Medio siglo de infamia, también, en la España que aún hoy sigue hozando en el burdel de los hermanos Castro. Aguanieve en el alma de febrero.