Anoche vi en televisión una serie donde actúa Ricardo «el Chino» Darín, que de chino no tiene nada. Y me fui a dormir con música de la «Negra» Mercedes Sosa, que no es precisamente afroamericana.
Me dijeron que en Argentina durante los 90 gobernó un «turco», pero hasta donde yo sé, en realidad Carlos Menem era de La Rioja.
El dueño de mi casa es un «tano». Y todos mis amigos me llaman «gallego», aunque nunca en mi vida pisé la tierra de Galicia.
La costumbre de emplear sobrenombres para referirse a la gente la comparten varios países de América Latina, pero desde que llegué a Buenos Aires me ha llamado la atención lo afectos que parecen los argentinos a los apodos basados en el origen nacional y racial.
¿Pero por qué lo que en otros países se consideraría racista y ofensivo aquí se aprecia hasta como un gesto cariñoso? ¿Y cuándo llegan a ser despectivos estos términos?
Según los especialistas consultados por BBC Mundo, para explicar el fenómeno hay que remontarse a las primeras décadas del siglo XX, cuando Argentina se transformó en un país marcado por la llegada de extranjeros.
País de inmigrantes
En Buenos Aires, puerto de entrada de las oleadas de inmigrantes, el 80% de los trabajadores y el 50% de la población en 1914 era extranjera y hablaba diversas lenguas.
Se estaba forjando el llamado crisol de las culturas, lo que en otros lugares como Estados Unidos se conoció como el melting pot.
«Apareció el problema de generar una unidad nacional al estilo francés: en la élite política e intelectual de la época había una fobia étnica al indio, al afroamericano, al descendiente de italianos, al de españoles… Hubo una obligación compulsiva de fundirse y homogeneizarse», explica la profesora de la Universidad de Brasilia Rita Segato.
«El que mantuvo su marca étnica fue estigmatizado y marcado como «tano», «gallego», «ruso»… el acento era burlado, de manera informal se perseguía la diferencia».
Todos los que venían de Europa del Este eran «rusos», por generalización, igual que los que venían de países árabes y de Medio Oriente eran «turcos».
El «tano» era el que venía de Italia y el «gallego», el que venía de España, que en las primeras décadas del siglo XX envió a Argentina miles de inmigrantes de la región de Galicia, una de las más pobres de la Península Ibérica.
Con el paso del tiempo, aquellos términos despectivos se mantuvieron y reinventaron, hasta formar parte de la cultura popular argentina como palabras cariñosas para referirse al otro.
«El horror al exotismo cambia y se vuelve del signo opuesto, los argentinos se empiezan a fascinar por lo diferente con el transcurso de las décadas».
«Cuando Argentina tocó fondo en 2001, el país reconstruyó estructuras colectivistas de amistad, reciprocidad, cooperación. La nación se volvió más amable y empezó a celebrar la diferencia… Lo que habían sido estigmas persecutorios se convirtieron en estigmas amistosos».
El contexto
Sin embargo, existen excepciones como la del término «gallego», que todavía es a menudo caracterizado como torpe, bobo o poco avezado en los chistes argentinos.
Despectivos como «bolita» o «paragua» para referirse a quienes llegan de Bolivia o Paraguay, reflejo de los nuevos flujos migratorios del país.
O casos como el de la palabra «ruso», que también es utilizada negativamente para referirse a un judío.
«Cualquier hecho discriminatorio tiene que ver con la intencionalidad con la cual se quiere denominar a una persona», apunta Pedro Mouratian, interventor en el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI).
El contexto y la intención, al fin y al cabo, son los que acaban marcando la diferencia entre el estereotipo denigrante y el gesto amistoso de palabras como «tano» o «turco», según reconoce Mouratian.
«Desde chico me llaman el «chino» o el «ponja» (Japón, al revés), y a veces es una cuestión despectiva, de carga, de minimizar al otro… depende del contexto», dice Alejandro Kim, que nació en Argentina hace 38 años y es descendiente de coreanos.
«Al principio, de más chico, sentía mucha furia y tuve muchas riñas por esa situación. De adulto uno lo toma de una forma más tranquila, pero a veces duele».
El vicepresidente de la Asociación Coreana Argentina asegura que este tipo de situaciones forman ya parte de la idiosincrasia nacional.
«Yo también tengo incorporado eso, tengo amigos a los que llamo «turcos» o «rusos» de una forma chistosa».
El «negro» argentino
Esta pasión por marcar el origen de alguien, sus rasgos étnicos o sus características físicas (el «gordo», el «flaco», el «pelado») sorprende a menudo a quienes llegan al país por primera vez.
Frases de la cotidianidad argentina serían políticamente incorrectas en muchos otros lugares del mundo.
Como cuando un padre le dice a un hijo: «Che negrito, andá al chino (al supermercado, muchas veces regentado por descendientes de asiáticos)».
Según Alejandro Grimson, autor del libro Mitomanías Argentinas, «ese tipo de usos espantan muchas veces a los extranjeros sensibles al tema del racismo, pero se puede decir «negro» en sentido afectivo».
«Por ejemplo, si yo en lugar de Mercedes Sosa digo la Negra Sosa -de pelo negro y ascendencia indígena, pero no afroamericana-, sin lugar a dudas, en ese «negra» hay un componente cariñoso».
Sin embargo, también es muy común escuchar en Argentina frases como «estos negros de mierda, que están cortando la ruta para protestar».
Y hay quienes se refieren a las personas que viven en villas (barrios de viviendas muy precarias), como «negros».