Lisa Brennan-Jobs cuenta en su trabajo autobiográfico lo difícil que fue la relación con quien fue su padre y fundador de Apple, Steve Jobs, la mujer, que hoy tiene 40 años, detalló las expresiones más denigrantes que recibió de su propio padre.
No fue sino a los dos años, cuando su padre, un desconocido desarrollador, la reconoció como propia. El reconocimiento no fue espontáneo. Lo hizo obligado por la justicia, cuando en 1980 el fiscal de San Mateo, California, le ordenó que además de darle identidad debería hacerse cargo económicamente de ella.
Jobs decidió poner punto final al noviazgo de cinco años que mantenía con Chrisann Brennan cuando supo que ésta había quedado embarazada. No toleró la situación y huyó. Como tantos otros padres. Pero Lisa, a pesar del abandono inicial y a lo forzado del vínculo, lo idolatraba.
– Mi padre es Steve Jobs.
– ¿Quién es?
– Es famoso. Inventó el ordenador personal. Vive en una mansión y maneja un Porsche descapotable. Compra uno nuevo cada ve que se lo estropean con rayas.
El diálogo era el que Lisa mantenía con sus amigas del colegio. Presumía de su padre, orgullosa, sin que del otro lado hubiera una respuesta similar. Todos esos desaires y malos momentos quedaron reflejados en un nuevo libro, Small Fry, donde narra su vínculo tormentoso con el genio de Apple.
Con el paso de los años, la relación entre padre e hija fue mejorando. Pero lejos de ser idílica o lo soñado por una niña pequeña que busca refugio y protección.
Lisa nació el 17 de mayo de 1978, cuando Jobs tenía 23 años y estaba a pleno dedicado a su profesión y a desarrollarse como emprendedor. El ignoto empresario estuvo en el momento del parto. Fue en una granja, en Oregon, pero a todos los presentes les dijo que no era su hija.
«Hasta los dos años, mi madre complementaba lo que recibía de prestaciones sociales con trabajos de limpieza y camarera. Mi padre no ayudaba en absoluto», recuerda la joven que hoy tiene 40 años.
Pero eso debería terminar. Cansada, Chrisann acudió a la justicia. Hasta que obtuvo una respuesta contundente. Quería lo mejor para su hija. «En 1980 el fiscal del distrito del condado de San Mateo, en California, demandó a mi padre para que pagara una pensión alimenticia. Él negó la paternidad, declaró bajo juramento que era estéril y dio el nombre de otro hombre que, según él, era mi padre». Jobs huía de sus responsabilidades… de una manera vil.
Pero la ciencia y la tecnología, esa a la que Jobs se aferraría por el resto de sus días, lo contradijo. La justicia utilizó un novedoso método -para la época- de comparación de ADN y determinó la paternidad. Todo cambiaba: debía abonar los gastos de seguro social y transferir una pensión mensual de 500 dólares a su madre para los gastos corrientes.
Era el 8 de diciembre de 1980. Cuatro días después, esa pensión hubiera cambiado radicalmente. Según cuenta en su libro Lisa, el 12 ya era un hombre millonario. «Ese día Apple salió a la bolsa y de un día para el otro mi padre estaba valorado en más de 200 millones de dólares».La relación entre ambos fue forzada. A tal punto que Jobs se mostraba incómodo cada vez que ambos estaban juntos. Obligado. Un día, cuando ella ya era adolescente, recordó Lisa, estaban sentados ambos en uno de los tantos automóviles deportivos del empresario. Era un Porsche.
Inocente, le preguntó que cuando ya no necesitara ese automóvil y pensara en cambiarlo por otro, ella podría quedárselo. Jobs mostró su lado más avaro. «Por supuesto que no», le espetó en forma amarga, casi con enojo. «Para entonces ya sabía que no era generoso con el dinero, la comida o las palabras». Pero no terminó allí. Jobs continuó con su diatriba: «No recibirás nada, ¿entiendes? Nada. ¡No recibirás nada!».
Otra de las tantas anécdotas amargas que recuerda fue cuando un día de 2005 estaban almorzando con Bono en uno de los yates del confundador de Apple en el Mar Mediterráneo. Bastante tiempo atrás, Lisa le había preguntado si acaso él había tenido el gesto de colocarle el nombre Lisa a uno de sus inventos, el ordenador que fue el precursor del equipo Macintosh, el primero con un mouse externo.
«No», fue su respuesta. No había hecho un homenaje a su hija en aquel invento que si bien fue un fracaso comercial, fue el puntapié inicial para uno de sus tantos logros. Sin embargo, aquella vez en que almorzaban con el líder de la banda U2, Bono le hiz la misma pregunta. «¿Fue en honor a ella?». «Sí», replicó Jobs. ¿Qué fue aquello? ¿Una postura frente a una estrella? ¿Un reconocimiento tardío a su hija? Nunca se lo aclaró. No hacía falta.
Pese a los desplantes y su particular forma de ser, Lisa acompañó a su padre hasta sus últimos días. Aunque no vivía con él -el empresario vivía en Palo Alto desde 1991 con Laurene Powell, con quien se casó y tuvo tres hijos- sus visitas eran frecuentes y sentidas.
En 2011, poco antes de su muerte y cuando ya el cáncer de páncreas había invadido irremediablemente su humanidad, ella continuaba a su lado. «Estaba sobre la cama, en pantalones cortos. Tenía las piernas desnudas y delgadas como los brazos. Dobladas como si fueran las de un saltamontes. Antes de despedirme, fui al baño y me rocié con un producto oloroso. Al regresar a su habitación, se estaba levantando. Cuando nos abrazamos, podía sentir sus vértebras y costillas. Me dijo:Hueles a inodoro».
Sobre el final de la vida de su padre, cuenta, cómo era la desesperanza que sentía al saber que su relación terminaría como comenzó, sin amor correspondido como hubiera deseado. «Me había quitado la idea de una gran reconciliación, esa que ocurre en las películas, pero seguí yendo de todas formas».
Un día, concluyó, Jobs le dijo algo que no olvidaría jamás: «Soy una de las personas más importantes que vayas a conocer». Lisa ya lo sabía. Él ya era su padre, el más importante, sin importar su nombre.