La explotación sexual por parte de las mafias japonesas

«A mi compañera le quemaron sus genitales con un cigarrillo»: la escalofriante realidad de las esclavas del sexo latinoamericanas en Japón

Exlotación sexual, golpizas, daño psicológico, el maltrato recibido por las mujeres que buscaban resolver un problema económico y que a su vez hizo se olvidaran del dinero.

"A mi compañera le quemaron sus genitales con un cigarrillo": la escalofriante realidad de las esclavas del sexo latinoamericanas en Japón
El caso de Marcela, una mujer que llevaron engañada a un viaje de dolor y explotación sexual. YT

Las colocaron desnudas, una al lado de la otra. Eran varias.

Entre ellas había una cierta distancia para que pudieran cumplir con una orden: estirar los brazos y abrir las piernas hacia los lados.

De repente, a una de ellas se le cayó algo de la vagina.

Era un condón con dinero en su interior.

Sucedió durante una de las inspecciones que los tratantes de Marcela solían hacerles sin previo aviso a las mujeres que explotaban sexualmente en Japón.(¿Picaste?: El bulo sobre la ex prostituta Mónica del Raval que ha revolucionado las redes el Día de Navidad)

«Al ver qué era, a mi compañera le quemaron sus genitales con un cigarrillo», me cuenta.

«Al día siguiente, como si no hubiese pasado nada, la forzaron a seguir trabajando. Tenía que pagar su cuota».

«Y ahí comenzó una ley: ‘Aquella que descubramos que se esconde dinero, le quemaremos sus genitales’. Yo no lo viví pero lo vi. Nunca me atreví a hacerlo porque me daba mucho miedo».

Ni ella ni sus compañeras recibían dinero de los clientes.

«Ellos siempre pagaban en el hotel o en el sitio a donde nos llevaban, pero a veces nos daban propinas y eso también (los proxenetas) trataban de quitárnoslos».

El principio del infierno

El hombre que se le acercó a Marcela Loaiza en una discoteca de Pereira, Colombia, no tenía intenciones de bailar con ella ni de enamorarla.

 

Sólo quería presentarse y decirle que tenía un potencial inmenso para triunfar como bailarina en el exterior.

En ese local, ella daba clases de baile y amenizaba fiestas, una actividad que hacía para complementar sus ingresos como cajera de una tienda de almacenes.

Al principio, la joven de 21 años no le prestó atención, pero cuando su hija de 4 cuatro años se enfermó y tuvo que ser hospitalizada, se acordó de la tarjeta que le había dado Pipo, el «agente» y lo llamó.

Le contó la emergencia por la que estaba pasando, pues había perdido sus empleos por estar al cuidado de su hija.

Pipo se mostró muy comprensivo. Le ofreció una suma de dinero para cancelar los gastos médicos de la niña.(«Me querían convertir en prostituta»: La terrible historia del joven que se suicidó denunciando abusos de curas )

Después, le dijo, ella le pagaría con «el dineral» que haría bailando en el país donde «seguramente la iban a contratar».

Madre soltera, de orígenes humildes, Marcela aceptó por desesperación.

Con su hija recuperada y de vuelta en la casa con su abuela, decidió irse.

Pero no le dijo a nadie. Así se lo pidió Pipo, para evitar tristezas y arrepentimientos de última hora.

«Sólo le dije a mi mamá que me iba a Bogotá a buscar trabajo para pagar las deudas».

Y se fue.

Nueva identidad

Marcela estaba emocionada porque se montaría en un avión por primera vez.

«Me sentía la diva de Hollywood que iba a cambiar su vida», me cuenta.

Pipo nunca le dijo a qué país iría. Sólo se lo reveló cuando la dejó en el aeropuerto.

«Poco antes de montarme en el avión, cuando me entrega los pasabordos, me dice que me iré a Japón» vía Amsterdam, Holanda.

Junto a las tarjetas de embarque y dinero efectivo, Pipo le entregó un pasaporte falso.

«Me dijo que en la entrada a Japón de pronto me podían poner problema (si viajaba como colombiana) y que con ese pasaporte iba a ser más fácil».(Una prostituta se ‘desnuda’ y desvela las preguntas tipicas de sus numerosos clientes)

Fue así como terminó viajando como Margaretta Troff.

Cuando llegó a Japón, se enteró de que ya no sería ni Marcela ni Margaretta. La llamarían Kelly.

Así se lo dijo la mujer colombiana que la recibió en el aeropuerto y que la llevó a su casa, donde había otras mujeres.

Un día después le explicó que su trabajo sería «putear» para pagar la inmensa deuda que le debía por concepto de pasaporte, boletos de avión, vivienda, alimentación, transporte y dinero entregado por adelantado.

Cuando Marcela le trató de explicar que había una confusión y que llamaría a la policía, la mujer le dijo: «Llámela, pero no le garantizamos que llegue a tiempo al entierro de su hija».

Así comenzó su pesadilla en Japón.

Era mediados de 1999 y había caído en manos de la mafia Yakuza.

«Era mejor hacer lo que ellos me pedían»

Esa noche, Marcela se vio obligada a ponerse ropa muy ligera y tacones.

Saber que sus captores conocían los movimientos de su familia la hizo desarrollar un miedo permanente.

La dejaron en una calle de Tokio donde se ejercía la prostitución.

Siempre era transportada de un lugar a otro por sus captores y la tenían constantemente vigilada.

«Cuando estaba en la calle tenía clarísimo que era mejor hacer lo que ellos me pedían porque veía cómo drogaban a las otras chicas (las agresivas, las que se rebelaban). Yo preferí soportar lo que estaba pasando con tal de no consumir drogas».

«Es que las hacían volverse adictas y después ellas mismas lo pedían (ser drogadas)».

«Conocí a una mexicana, una venezolana, varias colombianas, peruanas, muchas rusas, filipinas», evoca de esa época.(‘Paola’, la prostituta consentida de La Madame, quiere regresar al negocio: «Es como ser médico»)

Más de un año

Fueron 18 meses de explotación sexual diaria. Hubo golpizas, al punto de quedar inconsciente y desfigurada, afirma.

Vio morir a una prostituta colombiana a golpes y con cadenas, víctima de un grupo mafioso rival.

Quiso suicidarse, pero el recuerdo de su hija y la ilusión de volver a abrazarla se lo impidieron.

Marcela me cuenta que veía a un «salvador» en cada hombre que entraba en la habitación que sus captores le asignaban.

«Por eso a todos les pedía ayuda. Pero no me entendían por el idioma, eran japoneses. Y, si me entendieron, les dio igual y se hicieron los locos».

Yamaguchi-gumi es el grupo más grande y poderoso de la mafia Yakuza. Se estima que tiene más de 20.000 miembros.

«Es una de las bandas más grandes y feroces del mundo», decía en 2015 The Economist.

«Se estima que obtiene más de US$6.000 millones al año de las drogas, la protección, el préstamo de dinero, las estafas inmobiliarias e incluso, se dice, la bolsa de valores de Japón».

El dibujo

Hubo un cliente que se enamoró de ella, iba a los clubes de stripears donde la obligaban a bailar y la «pedía» en todos los lugares a los que sus tratantes la llevaban.

«Ellos (los clientes permanentes) conocen bien ese mundo. Saben que los proxenetas nos cambian de sitios. Es como un círculo, un circuito, él sabía cómo funcionaba y sabía en dónde estaría. Iba y me buscaba», me dice.

Marcela le hizo un dibujo de una muñeca llorando y unas flechas que conducían al mapa de Colombia.

Usó innumerables gestos, algunas palabras que había aprendido en japonés y ese dibujo para suplicarle que la ayudara a escapar.

«Era muy complicado. Yo le decía que no quería dinero, que me quería ir, pero no me entendía».

El proceso de hacerle comprender a ese cliente lo que ella quería, le tomó ocho meses y varios dibujos.

Pero no fueron en vano.

«Corrí, corrí, corrí»

Juntos y con la ayuda de otra compañera que había pagado su deuda con los tratantes, planearon el escape.

Siempre se comunicaron con papelitos, los cuales Marcela destruía meticulosamente para evitar que sus tratantes los encontraran, no sólo por temor a lo que le pudieran hacer a ella sino a él.(El hombre que descubrió por televisión que su esposa es prostituta )

Le llevó una peluca y ropa y se las dejó dentro de una bolsa en un McDonald’s que quedaba muy cerca del lugar donde tenían a Marcela trabajando.

«Él me ayudó, me dejó dinero, me dibujó el mapa para llegar al consulado de Colombia, me explicó qué autobús y qué tren tomar».

En un descuido del hombre que la vigilaba, se escapó.

«Corrí, corrí, corrí», me cuenta.

Tras seguir las instrucciones de su cliente, llegó al consulado. «Ellos me ayudaron a regresar a Colombia».

Uno de sus mayores temores quedaba en el pasado: que tras haber terminado de pagar su deuda, la vendieran a otro grupo criminal en Japón.

El «boom» económico

La activista japonesa por los derechos humanos Shihoko Fujiwara es la fundadora y directora de Lighthouse, una organización no gubernamental que ha combatido la trata de personas en ese país desde 2004.

Desde Tokio, me ayudó a entender una parte de la historia de la trata en su país.

Me contó que en la década los 70, la economía japonesa empezó su «boom», y que «los hombres japoneses comenzaron a viajar al exterior para comprar los servicios sexuales de mujeres».

«En los 80 y 90, empezamos a traficar mujeres de Filipinas, Tailandia, Rusia, Corea del Sur», me explicó. Y a finales de los años 90 y en la década del 2000, «vimos muchas mujeres traficadas desde Colombia y otras partes de América Latina».

El tráfico y la trata de latinas en esa época coincide con la internacionalización de las actividades delictivas de la mafia Yakuza, cuando el grupo decide trascender las fronteras de Japón.

De México a Brasil

En ese proceso de expansión, las autoridades lograron rastrear los vínculos entre la Yakuza y narcotraficantes latinoamericanos desde mediados de la década de los 80.

Así lo explican los periodistas David E. Kaplan y Alec Dubro, autores de «Yakuza: Japan’s Criminal Underworld» («Yakuza: El submundo criminal de Japón»), de 2012.

«La Yakuza ha causado problemas en otras partes de América Latina, particularmente en el comercio del sexo (…) Reclutadores de prostitutas y anfitrionas han engañado mujeres desde México hasta Brasil para viajar a Japón».

En 1996, las autoridades mexicanas desmantelaron una operación de trata de personas con fines de explotación sexual que se había extendido por una década, explican los autores.

«Agentes japoneses establecieron oficinas para reclutar ‘artistas’ y enviaron a Japón unas 3.000 mujeres engañadas para trabajar como ‘anfitrionas’ en clubs nocturnos».

A uno de los reclutadores, lo encontraron con una lista de 1.200 mujeres.

No veíamos el sol.

Uno se levantaba y las luces seguían prendidas. Eran luces, luces y luces. Era horrible.

Luces en la oscuridad.

Me tenía que levantar a trabajar a las 8:00 de la mañana. A veces me daba la 1:00, 2:00, 3:00 de la mañana y no me había acostado. Tenía que hacer cinco, seis shows diarios.

Era tan inhumano que te convertían en una carne, una carne viva.

Era terrible cuando te jugaban al jan-ken-pon (juego de piedra papel o tijera).

Al principio les preguntaba (a las compañeras que hablaban español) por qué los hombres hacían eso y me decían que era que jugaban para ver quién iba a estar conmigo primero.

Verlos jugar y hacer fila era muy doloroso».

Testimonio de una sobreviviente colombiana sobre la esclavitud sexual que sufrió en Japón en 1984.

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