La doble cara del presidente Correa

(PD).- Y escribe Alfonso Rojo en ABC que ahora nos enteramos de que los narcoterroristas de las FARC, los mismos que tienen desde hace seis años amarrada a un árbol con una cadena a Ingrid Betancourt, cuentan con una docena de campamentos en Ecuador.

Que el norte del país andino sirve a los facinerosos de seguro santuario. Que allí, con la connivencia del presidente Correa, amigo de Chávez y del nicaragüense Ortega, se aprovisionan de armas, trafican con drogas y adoctrinan campesinos.

Correa no carga en su historial con fechorías equivalentes a las de Chávez o con delitos infames como Ortega, violador de su propia hijastra.

Se define como «humanista cristiano», estudió en colegios católicos, se graduó con becas en Bélgica y EE.UU. y pasó un año en una misión salesiana, alfabetizando indígenas.

Con esas credenciales, cuesta imaginarle compinchado con el feroz Marulanda, facilitando que armamento de su Ejército llegue a los asesinos y partiendo piñones con quienes mantienen secuestrados, en condiciones infrahumanas, a un millar de inocentes.

Y sin embargo lo hace. Y con una desvergüenza que clama al cielo, monta un belén cuando los militares colombianos cruzan brevemente la frontera y eliminan a un degenerado como Raúl Reyes, ministro de Exteriores oficioso de los narcoguerrilleros colombianos.

En el ordenador personal, decomisado al finado Raúl Reyes, aparecen registradas sus reuniones con los emisarios de Rafael Correa, una de ellas dos días antes de palmarla, y con el ministro de Seguridad ecuatoriano.

También, lo pactado para neutralizar el Plan Colombia contra el narcotráfico y maniobras que iban a ejecutar conjuntamente contra el presidente Uribe.

No sé si les ocurría a ustedes, pero cuando yo era niño e iba a ver películas de vaqueros, me sacaba de quicio que los malos asaltasen el banco, matasen al padre de la chica y huyeran, perseguidos por un sheriff, que frenaba en seco su caballo, cuando los forajidos cruzaban la frontera.

Nunca faltaba alguno de nosotros que gritase desde el gallinero: «¡Sigue idiota, sigue!».

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