Licencia para matar en Perú

(PD).- Perú era un matadero cuando Alberto Fujimori, presidente del país desde 1990 a 2000, autorizó el terrorismo de Estado contra el terrorismo maoísta de Sendero Luminoso.

Como explica Juan Jesús Aznarez en El País, desde hace cuatro meses se juzga al ex gobernante en la capital peruana, como inductor de las graves violaciones de los derechos humanos cometidas en aquel decenio de sangre y atropellos.

Su actitud consiste en negar toda responsabilidad sobre lo sucedido: «Si se cometieron algunos hechos execrables los condeno, pero no fueron orden de quien habla», ha declarado en el juicio. El reo se enfrenta a una pena que podría llegar a los 30 años de prisión.

Cerca de 70.000 personas murieron durante la violencia política registrada en Perú entre los años 1980 y 2000. Sendero Luminoso comenzó destripando campesinos en las serranías de Ayacucho y llegó hasta las residencias de la burguesía limeña con más de 50 coches bomba. Y la ley del Talión contra el terrorismo guerrillero comenzó a ser aplicada por los escuadrones de la muerte el 3 de noviembre de 1991, hacia las 10.30 de la noche, en un primer piso de Barrios Altos, en Lima.

Aquel día, un grupo de vecinos discutía sobre el arreglo de los deteriorados servicios comunitarios. Inopinadamente, entre seis y diez encapuchados forzaron la entrada a patadas, insultos y mentadas de madre. «¿Qué pasa, jefe? ¿Qué pasa?», preguntó Manuel Isaías, de 33 años. Una ráfaga de metralleta en el pecho le tumbó sin vida cuando preguntaba al jefe del grupo armado por los motivos de su abrupta irrupción. «Su hijo [de ocho años] se abrazó con el padre y le cayó un balazo», confesó desde la clandestinidad Jesús Sosa, uno de los asesinos, ex agente del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE) y miembro del grupo secreto denominado Destacamento Colima.

Aquel día, el grupo paramilitar mató a 15 personas e hirió gravemente a cinco más, por su supuesta colaboración con Sendero Luminoso, la guerrilla empeñada en sustituir, a cuchilladas y cargas de dinamita, las instituciones burguesas por el colectivismo campesino concebido por el profesor de filosofía Abimael Guzmán, presidente Gonzalo (preso desde 1992 en las mazmorras de la base naval de El Callao).

«Me enteré [de los sucesos de Barrios Altos] por la radio», ha asegurado el ex presidente Fujimori en una de las sesiones del juicio que se le sigue en Lima como «autor mediato» -es decir, inductor- de aquella matanza. Y también de los hechos ocurridos en la Universidad La Cantuta, donde resultaron muertos nueve estudiantes y un catedrático. También se le imputan los secuestros del empresario Samuel Dyer y del periodista Gustavo Gorriti.

Un ex miembro del Destacamento Colina ha revelado, a través de una instrucción judicial, que los primeros disparos del 3 de noviembre fueron efectuados por el oficial Martín Rivas, jefe del grupo. Uno tras otro, boca abajo, fueron asesinados. «En ese momento salió un niño a auxiliar a su padre que ya estaba en el suelo herido, y es cuando Yarlequé le dispara al niño (…) Martín Rivas le increpa a Yarlequé por haber matado al niño. Yarlequé dijo: ‘El jefe ha dicho que no queden huellas». Los peritos recogieron en el lugar 133 casquillos y la prensa de oposición comprobó las huellas del amparo oficial al asalto: el piso en el que se produjo la matanza está cerca del Congreso y rodeado de instituciones policiales. A 30 metros, la Dirección de Inteligencia de la Policía Nacional y una comandancia militar y a una manzana, una comisaría.

La segunda matanza se produjo la madrugada del 18 de julio del año 1992, apenas un día después de que un coche bomba matara a 20 personas en un barrio limeño. El Destacamento Colina reaccionó en cuestión de horas. De madrugada asaltó la residencia universitaria de La Cantuta y se llevó a nueve estudiantes y un catedrático, a los que se implicó en el atentado. Nada se supo de ellos hasta que el semanario Sí culpabilizó al Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), cuyo jefe real era Vladimiro Montesinos, el Rasputín de Fujimori, que despachaba directamente con el jefe del Estado. El 8 de julio de 1993, esa publicación descubrió los cadáveres de los secuestrados, calcinados, en el fondo de una quebrada. «Fueron llevados a un campo de tiro [de la policía nacional]. Algunos se arrodillaron y otros se sentaron. Uno habló con desafío. Eso, en parte, enervó a los muchachos», explicó el ejecutor castrense Sosa. «No me siento un asesino. He peleado contra el terrorismo».

Entre esas dos matanzas, Fujimori había ejecutado un autogolpe para quebrar el orden constitucional, concentrar poder y evitar la fiscalización de sus acciones por los poderes judicial y parlamentario. Fue el 5 de abril de 1992.

Ahora, el juicio contra el ex presidente se desarrolla en la dirección pretendida por sus víctimas: probablemente se incluirá como prueba contra el acusado una reciente sentencia de la Primera Sala Anticorrupción de Perú, que el pasado día 9 condenó a 35 años de cárcel ex jefe del Servicio de Inteligencia Nacional, el ex general Julio Salazar, como uno de los inductores de los asesinatos de La Cantuta. La sentencia afirma que el Grupo Colina actuó «con el consentimiento de los altos jefes militares», que debían obediencia a Fujimori como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas.

El fallo contra Salazar utiliza el término de «autor mediato»; es decir, culpable de haber inducido a un subordinado a cometer delito valiéndose de su rango. La sentencia citada establece una relación directa con los servicios de inteligencia «y cómo estas acciones derivaban de una política gubernamental de guerra contrasubversiva», según Miguel Jugo, director de la Asociación Proderechos Humanos de Perú.

Fujimori, el ingeniero agrónomo de origen japonés triunfador de las elecciones de 1990 -frente al escritor Mario Vargas Llosa- nada reconoce y rechaza cualquier responsabilidad en el criminal derramamiento de sangre. «Yo, como presidente de la República, sólo impartía directrices, no daba órdenes». Apenas ha reconocido haber firmado los documentos presentados por Montesinos, asociado en el delito con el jefe del Ejército, Nicolás de Bari Hermoza, según la acusación. Durante algunas de las vistas celebradas ha sido frecuente que Fujimori perdiera la memoria ante el fiscal.

Fiscal. ¿Se enteró usted de que una de las personas involucradas en los crímenes fue su asesor Vladimiro Montesinos?

Fujimori. No, no tenía conocimiento.

Fiscal. Usted leía el diario La república. Estaba informado.

Fujimori. No, la verdad es que no reparé en ese aspecto.

Fiscal. ¿No le dio ninguna importancia a esa información?

Fujimori. No reparé.

Fiscal. ¿Le mencionó su asesor Montesinos que el grupo Colina contaba con el apoyo de los principales jefes del ejército?

Fujimori. No, tampoco.

Los mecanismos judiciales y legislativos establecidos durante su mandato impidieron la investigación de los crímenes atribuidos al tridente Fujimori-Montesinos-Hermoza, y garantizaron la impunidad de los asesinos. El carpetazo fue definitivo con la ley de amnistía del 14 de junio de 1995, aprobada con nocturnidad por un Congreso sumisamente oficialista. Todos los oficiales policiales, soldados y civiles encausados fueron liberados. La ley prohibió la investigación de los delitos.

Mientras se somete a juicio esta negra historia en Lima, el ex presidente Fujimori bosteza a veces, se duerme profundamente o manifiesta desánimo, exaltación e histrionismo. A voz en cuello reclama el agradecimiento de la patria. «¡Yo recibí el país casi en colapso, agobiado por la inflación, el aislamiento financiero internacional y el terrorismo generalizado», grita. «¡Lo recibí desangrándose, con el 50% del territorio controlado por los terroristas! ¡Mi gobierno rescató los derechos humanos de 25 millones de peruanos!».

Los derechos humanos fueron una entelequia. El 25 de junio de 1991, con el Destacamento Colina aun en formación, Fujimori felicitó públicamente al grupo, al «equipo de análisis» como se le denominó inicialmente. No les aplaudió por «el análisis de documentación», sino «por lo que ellos venía preparando: la guerra sucia», según fuentes de la fiscalía peruana. Fue un mensaje al Ejército en el sentido de que se había tomado la decisión política de respaldar los macabros planes en preparación.

El juicio ha sido puntualmente seguido por la prensa peruana. En medios judiciales peruanos se espera un fallo probablemente condenatorio. «Pero cuando se trata de organizaciones ilegales, secretas, clandestinas, usted no puede exigir un vídeo, un audio, una filmación, del preciso momento en que ordena a Martín Rivas [jefe operativo del Grupo Colina]: ‘Usted ingresa por el callejón, toma su fusil y…», agregan las fuentes consultadas. «No. Eso no es así, pero se le condenará». Lo esperan los deudos de las víctimas. Durante más de un decenio reclamaron, inútilmente, una justicia entonces inexistente.

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