De nada sirve el empeño de las enfermeras para convencerle de la necesidad de que les acompañe al hospital, a fin de reimplantarle el pene que le acaba de cortar de cuajo su esposa mientras dormía plácidamente.
El chino infiel, a quien la atacante acusa de ser un auténtico cochino por engañarla, acepta resignado su suerte, no por el hecho de estar arrepentido por haberle puesto la cornamenta a la parienta, sino porque en su delirio se muestra convencido de que una vez vuelto a su sitio ya no va a servirle para nada.
Tan mal se pone la cosa que deciden dejarlo por imposible, no sin antes ponerle sueros y hacerle ver que es mejor estar sin vida sexual que muerto, razonamiento que le importa un pito al postrado.