Raquel de Oliveira mira directo a los ojos y dispara palabras como si fueran balas: «La primera vez que maté tenía 15 años».
Recuerda que llevaba una entrega importante de marihuana a un comprador. Fue él quien marcó el punto de encuentro en Rocinha, la mayor favela de Río de Janeiro y de todo Brasil.
Subieron a un apartamento por las escaleras. El dinero estaba ahí, a la vista. El hombre, proveniente de Sao Paulo, trancó la puerta y guardó la llave en el bolsillo. La invitó a fumar, un porro tras otro.
«Quería dejarme tonta y abusar de mí», sostiene.
Pero Oliveira se drogaba desde los seis años con cola de zapatero y marihuana, y en Rocinha era conocida por su capacidad de fumar hierba sin perder el conocimiento.
«Se me vino encima y yo no estaba tonta», dice.
Relata que la cuchilla que la salvó estaba sobre una mesa antigua, junto a varios objetos. «Lo dejé ahí, muerto».
Su «padrino» era un jefe del juego clandestino y cuando la vio regresar con el dinero y la droga, vistiendo una camisa ajena, intuyó lo que había pasado. Y se enojó con ella.
Mandó a uno de sus hombres a vigilar la entrada del lugar del crimen, para descubrir si alguien había visto algo. Y ella debía llevarle la comida, como castigo.
El cadáver fue hallado tres días después, por el olor de su descomposición. Otro homicidio sin aclarar en Río.
Oliveira niega haber sentido remordimiento alguno.
«Nada, porque fue la misma cosa de siempre: alguien queriendo abusar de mí», explica en una entrevista con BBC Mundo. «Yo todavía era virgen».
Oliveira tiene ahora 54 años y es escritora.
Logró encaminar su vida tras salir del mundo del hampa y lleva una década en tratamiento contra la adicción a la cocaína.
«Mi dependencia era muy cruel. Iba a tomar una cerveza y me quedaba tres días en la calle. Volvía del trabajo y ni conseguía llegar a casa. A veces tenía que mandarle un recado a uno de mis chicos para que bajase y tomase el dinero conmigo, porque si no acababa con todo»,
recuerda.
Trabajó de camarera en un hotel, en restaurantes de Copacabana, en una inmobiliaria como recepcionista y secretaria.
Completó la secundaria y el año pasado obtuvo su título universitario, en Pedagogía. También escribió poesía y cuentos.
Su más reciente libro se titula «La número uno». Es una novela, mezcla de autobiografía y ficción. Relata su infancia y juventud, los años en que fue la mujer de Naldo, un jefe narco de Rocinha en los 80.
Y evoca su propia carrera ascendente en el tráfico de drogas de esa favela, tras la muerte de su gran amor.
El libro fue presentado en la Fiesta Literaria de las Periferias (Flupp), que se celebró en los últimos días en la favela carioca de Babilonia, donde recibió a BBC Mundo.
«La literatura me liberó y me salvó de la locura», explica.
De ojos y cabello negro azabache, Oliveira se muestra orgullosa de lo que ha conseguido. Cuenta que ya se agota la primera edición. «Mi libro no es una exbandida que escribió un libro. No, es una obra literaria», afirma.
Descarta que el relato pueda causarle problemas con la ley, porque se aseguró de que los crímenes que relata hayan prescrito.
«Yo nunca iría a la cárcel. Si leíste el libro verás que tengo una bala reservada para mi cabeza», señala. «Una cosa que nunca voy a enfrentar en mi vida es el sistema carcelario».
La favela de Rocinha se alza imponente en medio de los barrios más ricos de Río, algo que la convierte en un punto especial para el crimen organizado.
Allí fue donde se crió Oliveira. Su madre trabajaba como empleada doméstica de una familia acomodada en Copacabana y a su padre lo describe como un «pedófilo».
La dejaban encerrada en una barraca, sola por varios días. A los seis años escapó por una ventana y descubrió los tejados de Rocinha. Vio niños remontando cometas. También vio bandidos armados. Y comenzó a drogarse.
Cuando tenía nueve años, su abuela, adicta al juego, la vendió a quien se convertiría en su «padrino». Entonces la volvieron a encerrar, esta vez para trabajar en un centro de umbanda, una religión afro-brasileña.
Pero en lugar de prostituirla, como ocurría con otras niñas, su «padrino» la adoptó como si fuese su hija. Cuenta que a los 11 años le regaló su primera arma, una Colt .45.
«Era muy grande. Me lo ponía acá (en la cintura, del lado trasero). Su caño pegaba allá, en mi tutú»,
memora entre risas.
Las armas pasaron a estar omnipresentes en su vida. Se volvieron una pasión para ella, que sentía poder y protección al empuñarlas.
A Naldo, cuyo nombre completo era Ednaldo de Souza, lo conocía desde niño. Se convirtió en su mujer cuando ella tenía 25 años y dos hijos de un matrimonio anterior.
En aquellos tiempos, la cocaína se expandía por Brasil. Y los narcos multiplicaban sus ganancias y su poder.
Fue Naldo quien en 1988 anunció su dominio del tráfico en Rocinha disparando al aire un fusil HK desde un techo de la favela, mientras el anterior jefe narco era enterrado en un cementerio.
Aquella escena estremeció a Río y hoy es considerada un momento clave del espiral armamentista que se desató entre narcos y policías. La ciudad se bañaba en sangre.
Oliveira refleja en el libro el amor y la admiración que llegó a sentir por Naldo. El sexo desenfrenado. La angustia de vivir huyendo. El sufrimiento que le causó su muerte en un operativo policial.
Cuenta que entonces comenzó a oler cada vez más cocaína para «anestesiar» el dolor. Y rearmó puntos de venta de drogas en Rocinha. Tuvo varios hombres a su mando.
«Era patrona», dice.
Es poco común que una mujer logre hacerse un lugar en un ambiente despiadado y machista como el del narco. Para eso se necesita demostrar astucia y determinación.
En aquellos tiempos el tráfico había impuesto su propia ley en Rocinha y otras favelas cariocas, y el castigo máximo pasó a ser la pena de muerte.
«Claro que maté gente, era el trabajo», dice Oliveira. «Hubo una época en que sólo trabajé resolviendo problemas».
Ni siquiera llevó la cuenta de las víctimas.
«Fueron muchos años, tres guerras que viví», señala.
Oliveira decidió dejar esa vida en 1997, agobiada por los días y las noches sin fin a pura coca.
No le fue fácil encontrar alguien que ocupara su lugar en el negocio. Y mucho menos dejar de consumir. Le siguieron años de pesadilla, en los que volvió a delinquir para sustentar el vicio.
Perdió las tres casas que Naldo le había obsequiado, el auto, el dinero en el banco, las joyas… Todo se lo esnifó.
Las terapias y la escritura la ayudaron a salir del fondo del pozo. Llegó a hacer cursos sobre la dependencia química y hoy participa de encuentros de ayuda para adictos.
En plena entrevista ve pasar por la favela a una mujer que conoció en uno de esos encuentros. La llama y comienzan una charla íntima. Se abrazan. Hay lágrimas. «¡Para con eso, despierta!», le implora Oliveira. «¡No tienes más tiempo!».
Después cuenta que le preocupa que su libro pueda transmitir el «mensaje equivocado», ser visto como una suerte de apología del narco, porque eso está lejos de su objetivo.
Describe el infierno que fue la adicción a la cocaína para ella, pero evita referirse a su pasado criminal como algo malo en sí.
«Lo mejor que ocurrió en mi vida fue haber sido salvada de la prostitución», explica. «Hasta entonces vivía como una indigente».
Ahora prepara un nuevo libro, que contará la historia de una mujer fracasada por las drogas y describirá el ambiente de la prostitución.
Ha encontrado una nueva pareja, un cocinero que se niega a leer su novela por celos de Naldo.
Sigue viviendo en Rocinha, donde asegura que es «respetada hasta hoy». Pero cuenta que algunos ahí la llaman de «reliquia». Y ríe a carcajadas.
«A veces paro a pensar y me parece hasta que fui otra persona», reflexiona.
Y cuando le preguntan qué habría dicho en sus épocas de bandida si alguien le anticipaba que un día escribiría libros y contaría sus andanzas a la prensa, piensa un instante y esboza una sonrisa.
Finalmente responde: «Arriesgabas llevarte un tiro en el pie».