Celebridades

La trágica historia de los Bee Gees: Hits imbatibles, una feroz interna familiar, excesos y muerte

Detrás de las canciones que hacían bailar al mundo se escondían peleas, adicciones, egos desmesurados y conflictos de todo tipo.

La trágica historia de los Bee Gees: Hits imbatibles, una feroz interna familiar, excesos y muerte
Los Bee Gees. EP

La popularidad y la tragedia convivieron con los hermanos Gibb, o los Bee Gees, a lo largo de toda su trayectoria.

Aunque subestimados, y a veces olvidados, integran el listado de los artistas más exitosos de la historia, sólo superados por los Beatles, Michael Jackson, Madonna y Elvis Presley. Más de una vez pareció que su carrera había terminado, que el suceso no volvería, pero ellos se repusieron. De casi todo. (De la música al porno: Las cantante Noelia explica por qué se convirtió en actriz de contenidos sexuales)

Encabezan, sin que queden dudas, una categoría bastante robusta en el pop y el rock: la de banda de hermanos con suceso.

Los rivales son de peso: The Beach Boys, The Carpenters, The Kinks y hasta Oasis. Pero ninguno tuvo los hits, las ventas y la permanencia de los Bee Gees. Sin embargo, lideran también otro ranking, una infausto: el de los grupos marcados por la muerte, destrozados por ella.


La familia Gibb tuvo cinco hijos. Los cuatro varones se dedicaron a la música. Nacidos en la Isla de Man -la pequeña dependencia británica ubicada en el mar de Irlanda- se mudaron prontamente a Australia. Allí, el hermano mayor, Barry, y los mellizos Maurice y Robin formaron un grupo musical siendo muy jóvenes. El padre, un buen baterista, los acompañaba a todos lados. Después de pasar por distintos nombres se quedaron con el obvio Brothers Gibb para la banda. (Este loro usa el asistente Amazon Alexa para escuchar música, comprar fruta e incluso bombillas)

Hasta que una noche, un DJ australiano llamado Bill Gates, que compartía iniciales con los músicos, mientras los entrevistaba dijo que en esa habitación había demasiados «BGs» (Bee Gees en inglés). Esos raros momentos en los que se escucha una palabra, una frase, y se sabe que se ha encontrado un nombre definitivo, un título final. Si bien ya sabían que su nombre sería ese, el éxito no llegaba. O al menos no de la manera en que ellos deseaban. Tenían un programa de televisión, eran conocidos, la gente reconocía su talento pero ninguna de sus canciones conseguía convertirse en un hit.

Decidieron volver a Reino Unido y se pusieron en contacto con el representante de los Beatles, Brian Epstein. Apenas llegaron al país en el que habían nacido, les informaron que en Australia, por fin, un tema de ellos había llegado a la cima de las listas. Luego de usufructuar el éxito de esa canción se dedicaron a grabar en Inglaterra.

Eran muy jóvenes, ninguno llegaba a los veinte años, y los éxitos se fueron encadenando. Su primer impacto lo dieron con el hit New York Mining Disaster, 1941. La leyenda asume que el single fue empujado por una picardía. El disco fue enviado a las radios con un gran rótulo con el nombre de la canción y sin destacar a los intérpretes. Los disc jockeys asumieron que se trataba de la última creación de The Beatles y rotaron la canción con asiduidad.

Los éxitos, a partir de entonces, se sucedieron. La producción era constante y pareja. En sus primeros tres años, a fines de la década del ’70, llegaron a sacar tres álbumes cada doce meses. Los distinguían sus armonías vocales, la composición de los temas y el estilo híbrido. Un soul de ojos claros, con alma negra, con toques de psicodelia y base pop. Un mestizaje que los acompañará por años y que los llevará a concebir obras maestras y a bordear el abismo del ridículo.

Cuando Los Bee Gees son buenos, son extraordinarios. Y a la vez pocos logran pifias tan cabales como ellos cuando se equivocan. Las letras muchas veces dan vergüenza ajena. Tiene, también, temas magníficos con nombres horribles -Fanny (Be tender with my love), por ejemplo-. Su megalomanía es una de las claves, el componente indispensable de las estrellas de la música. Es, en cierta medida, la historia del pop: jugar con los límites del ridículo, tomar un tema universal, simplificar, tamizarlo con poesía a la vez inmediata y duradera, música que se adhiere al cerebro vitaliciamente, que hace tamborilear los dedos y marca el ritmo con la suela de los zapatos contra el piso. El hit perfecto.

Durante la grabación de su gran disco Odessa (hablando de megalomanía: originalmente lo habían bautizado Obra Maestra), las tensiones se convirtieron en insoportables. Los hermanos Gibb producían éxito tras éxito hasta que ocurrió lo que ocurre siempre en las bandas de hermanos. Las peleas y los egos se interpusieron. Uno de los mellizos, Robin, se fue del grupo y, confiado en su genialidad, les dejó el nombre a los hermanos. No iba a necesitar de ellos. Sus planes eran demencialmente ambiciosos: dirigir cine, montar un musical, escribir un libro, grabar una trilogía de discos.

Luego de dos años en los que los éxitos le fueron esquivos a todos los Gibb, los hermanos se volvieron a reunir. Pero, a pesar de conseguir algún que otro hit, parecía que su tiempo ya había pasado. Hasta que llegó el fenómeno de la segunda mitad de los ’70 a salvarlos: la música disco.


El primer suceso de esa etapa fue Jive Talking, un tema rítmico y adictivo, en el que aparece para el gran público una de las marcas de agua del grupo, pero que surgió recién más de una década después de su creación: el falsetto de Barry Gibb. Esa voz aguda, elevada hasta sitios inimaginables, tantas veces imitada pero que no tiene par, será el sello distintivo de los Bee Gees.

Luego llegó el suceso imparable de Fiebre de Sábado por la noche. La banda de sonido de la película de John Travolta se convirtió en ese momento en el disco más vendido de la historia. Más de treinta millones de copias. Sus canciones (y las que compusieron y produjeron para otros artistas como If I Can’t Have You de Ivonne Elfman) coparon los rankings y las radios. En esa época, meses antes del estreno de la película, aparece otro personaje clave de esta historia, el hermano menor, diez años más chico que los mellizos, Andy Gibb. Joven, con atractivo físico y desparpajo su aparición estremeció los charts y a las fanáticas. Su primer disco, escrito y producido por sus hermanos, fue una máquina de hits.

Sus tres primeros lanzamientos llegaron al número 1, un record Billboard. Andy sintió que el mundo era suyo. Shadow Dancing llegó a estar dos meses en el tope. Era un pop blando, algo débil pero pegadizo que, acompañado por la sensualidad del cantante, encandilaba. Los contratos y las tentaciones comenzaron a llegar para el joven. Salidas nocturnas, mujeres famosas y excesos. Parecía que se iba a escuchar a Andy Gibb por siempre. Pero no fue así. Su encanto se fue esfumando detrás de su adicción a las drogas. Varias presentaciones fallidas, algunos escándalos y una tortuosa relación amorosa con Victoria Principal, la actriz que interpretaba a Pam en Dallas.

El romance entre las dos súper estrellas, tórrido y problemático, alimentó a los tabloides un par de años. Ella era mayor que él y la familia Gibb quiso responsabilizarla por la caída del menor de ellos. Lo cierto es que Andy pasó de dominar charts y tener más de diez millones de dólares a tener menos de siete mil dólares en la cuenta (alguien dijo que gastaba más de mil dólares diarios en cocaína), participaciones en programas bizarros de televisión y varias internaciones fallidas en centros de rehabilitación.

Barry, el hermano mayor, quiso tomar control de la vida de Andy y lo internó en la Clínica Betty Ford. Pero la mejoría fue breve. A los treinta años, una infección en el miocardio, de un corazón debilitado por una feroz adicción a la cocaína produjo su muerte y la primera tragedia de la familia. Se especuló que los hermanos mayores iban a incorporarlo a los Bee Gees como parte de la terapia pero la muerte llegó antes. En los años de juventud Maurice había sido alcohólico. Ringo Starr y John Lennon eran dos de sus principales compañeros de correrías pero la intervención de sus hermanos y un largo proceso de rehabilitación consiguieron que pudiera reconstruir su carrera profesional y su vida familiar.

En 1978 los Bee Gees lograron tener entre temas cantados por ellos y escritos pero cantados por otros cinco de los diez más vendidos. Un récord sólo ostentado por Lennon y McCartney. El número uno del chart fue de ellos 25 de 32 semanas. Staying Alive, Night Fever, More Than a Woman, How Deep is Your Love. Se convirtieron, casi impensadamente, en los reyes de la música disco. Fueron los dominadores de una era. Fruto de su instinto, perseverancia, la habilidad para componer, falta de autocrítica y hasta suerte. Y, naturalmente, del hallazgo del falsetto del mayor de los hermanos.

Pero por ser los máximos representantes de ese tiempo debieron pagar un precio. Cuando el disco pasó de moda (la sociedad había mutado, la recesión había llegado y Ronald Reagan empezaba su gobierno), ellos fueron los elegidos para ser reprobados y denostados. Se los convirtió en símbolo de ese estilo y se los señaló como los principales culpables. Sus discos eran quemados en fogatas públicas, los críticos musicales los lapidaban y el público les dio la espalda. La imagen y la música había hastiado. Los pelos aireados como una mousse de chocolate, las barbas prolijas, los sacos de satin, las camisas abiertas como si no les alcanzara la plata para botones, los colgantes dorados cayendo sobre los torsos peludos.

Los hermanos Gibb no entendían cómo era que habían pasado de la gloria, de dominar la industria como sólo The Beatles habían podido hacerlo, a ser despreciados por casi todos. Lo cierto es que los tiempos cambian y ellos quedaron atrapados como los estandartes de una era que se quería olvidar, una era demasiado futil y estentórea, banal y poco elegante (los Bee Gees cometieron también sus errores garrafales: ahí está la película del Sargento Pepper con Peter Frampton para demostrarlo).

Sin embargo, los hermanos Gibb una vez más se reconvirtieron. En la adversidad demostraron su talento dúctil y el carácter recio, ese deseo invencible de seguir en lo más alto. Compusieron varios números uno para otros artistas. Diana Ross, Barbara Streissand y ¡hasta un hit country! para Dolly Parton y Kenny Rogers. Después, en 1987, volvieron a editar y a triunfar con otro disco propio. Los álbumes de grandes hits y las giras hicieron el resto.

Una vez más con capacidad camaleónica volvieron a los primeros planos. Pero en 2003, cuando el revival de los grupos de los sesenta estaba en auge y cuando se aprestaban para una gira mundial, uno de los mellizos, Maurice, empezó a sentir molestias en su abdomen. Fue internado y tras unos estudios en los que no se podía determinar con certeza su afección , el cuadro empeoró. Una lesión intestinal provocó su muerte en enero de 2003. Tenía 53 años.

Los dos miembros supervivientes del grupo, sus hermanos Barry y Robin, decidieron de manera automática dar por terminado el grupo. No podrían volver a un escenario sin su hermano. El mellizo Maurice era el catalizador entre los dos egos siderales de sus hermanos. Sin su intermediación la convivencia sería imposible.

Entonces cada uno siguió por su lado. Pero ocho años después prepararon su regreso. El tiempo había pasado y deseaban entrar en contacto con su público. Hasta que, otra vez, la muerte se interpuso en sus planes. Un cáncer de colon provocó la muerte de Robin a los 62 años. De los Bee Gees sólo sobrevivió el hermano mayor, nombrado hace poco Caballero de la Corona Británica. La mayor víctima de esta cadena de muertes y dolor, sin duda, fue Barbara Gibb, la madre de la banda familiar más exitosa de la historia, que debió ver cómo morían tres de sus hijos. Barbara falleció en 2016 a los 96 años.

A los Bee Gees los atravesaron el éxito y la muerte, tal vez, como a ninguna otra familia de la música. Sin embargo sus canciones, de género incierto y sin el prestigio de las obras de otros grupos, permanecen de pie, invictas, inexpugnables.

CONTRIBUYE CON PERIODISTA DIGITAL

QUEREMOS SEGUIR SIENDO UN MEDIO DE COMUNICACIÓN LIBRE

Buscamos personas comprometidas que nos apoyen

COLABORA

Lo más leído