Un combate dramático que trajo más consecuencias de lo que se esperaba. Trágicas. Todo estaba listo para aquel combate del 12 de noviembre de 1982 en el Caesars Palace de Las Vegas. El predio contaba con una capacidad para 10 mil personas sentadas, las cuales serían testigos de quién iba a ser el campeón de la categoría «ligero» de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB). Sin embargo, terminaron siendo espectadores de algo mucho peor.
El estadounidense Raymond Michael Mancini, de 21 años en ese entonces, estaba listo para volver a defender el título que tanto había anhelado conseguir. «Boom Boom», como lo apodaban, era un luchador excepcional: rápido, potente y determinante. Llegó a ser comparado con «el Rocky de la vida real», gracias a la publicidad que impartió la cadena americana CBS, quien fue la encargada de transmitir la pelea.
Según da cuenta Emmanuel Baldo en ‘Infobae’, el surcoreano Duk Koo Kim, dos años más grande, se convirtió en el contendiente número uno, pese a no tener tanta trascendencia en el mundo del boxeo. Nunca había participado en un evento fuera de su país, sin embargo, en Corea, supo defender la corona de la Federación oriental hasta en tres ocasiones. Su característica principal, la resistencia.
Después de derrotar a Arturo Frías en una brutal pelea que duró un round, en mayo de 1982, Mancini conquistó la división de peso ligero de la AMB, un sueño que no pudo cumplir su padre Lenny, quien también fue un gran boxeador, producto de las lesiones que le dejó la segunda guerra mundial.
Todo era gloria para el oriundo de Ohio. En julio del mismo año retuvo el título frente al venezolano Ernesto España y llegaba de la mejor forma al 12 de noviembre de 1982.
Del otro lado, el asiático se despedía de su madre Sun-nyo Yang y su prometida Young-mi Lee debajo de las puertas de embarque del aeropuerto de Corea. Antes de viajar por primera vez a Estados Unidos, «Gidea», como lo llamaban, acarició el vientre de su mujer: estaba esperando un hijo.
Kim arribó a Estados Unidos con un récord de 17-1-1 y 8 nocauts. Él sabía que esa pelea iba a ser trascendental en su vida y fue por ello que se entrenó como nunca antes. «Es mi última oportunidad, no volveré a menos que gane. Mis opciones son ganar o morir», fue lo que le dijo el nacido en Seúl a su íntimo amigo Bong-Min Jang, antes de subirse al avión.
El surcoreano se había preparado física, y sobre todo mentalmente, para esa tarde de noviembre. Antes del combate, Royce Feour, periodista de «The Las Vegas Review-Journal», lo visitó y le llamó la atención unos caracteres escritos sobre la lámpara que tenía el luchador al costado de la cama: «Vive o muere».
Con esa convicción, Duk Koo Kim se presentó en el cuadrilátero que había preparado el Caesars Palace. En la otra esquina lo esperaba el campeón de peso ligero de la AMB, quien era el favorito de los fanáticos y contaba con el apoyo de la cadena televisiva que transmitió el combate.
Tras las presentaciones de ambos, Richard Green, el árbitro de la pelea, marcó el inicio del primero de los 15 rounds. El asiático, de pantalones amarillos, contra todas las expectativas, atacó primero y con el correr de los minutos se fue emparejando el asalto.
A medida que pasaban los rounds, como era de esperarse, Mancini comenzaba a imponerse. Sin embargo, cada golpe que recibía Kim parecía hacerlo más resistente, a tal punto que el entrenador y el Manager de Raymond quedaron sorprendidos por el físico del rival, al cual nada lo hacía retroceder.
La campana del fin del décimo round se hizo escuchar y desde la esquina del norteamericano, el asistente Chuck Fagan exclamaba: «¡Tenemos que matar a este tipo para pararlo!», debido a la entereza que mostraba su rival pese a ser víctima de los golpes del local.
Ante la ovación del público, que no podía creer lo que estaba sucediendo, se avecinaba el catorceavo asalto. En Corea, su mujer Young-mi Lee, quien sufría por tener un marido boxeador y se negaba a ver la pelea, intentó prender la televisión sin lograrlo por un desperfecto técnico.
Dicienueve segundos después del asalto 14 llegó el final. Duk Koo Kim besaba la lona tras recibir dos ganchos de izquierda y un brutal derechazo. Fiel a sus virtudes, y con evidentes signos de mareos, volvió a levantarse pero el árbitro le impidió continuar.
Mientras Mancini festejaba una de las victorias más difíciles de su carrera, y la defensa del título con los fanáticos y familiares, el incansable oponente era retirado inconsciente en una camilla hacia el Hospital Desert Springs.
Duk Koo Kim no tenía función cerebral, una tomografía computarizada reveló un hematoma subdural y un coágulo de sangre en el lado derecho del cerebro, «suficiente como para llenar tres o cuatro onzas», aseguraba el doctor Lonnie Hammargren. Se llevó a cabo una operación que duró dos horas y media. «Gidea» había entrado en coma.
Young-mi Lee, embarazada, se quedó en Corea. Al día siguiente de la pelea, su madre viajó a Estados Unidos sólo para confirmar la terrible lesión cerebral irreversible de su hijo. Al cuarto día, el 17 de noviembre, le pidió a los médicos que desconectaran a su hijo de los aparatos que lo mantenían con vida. Tres meses después, ella se suicidó bebiendo una botella de pesticida.
Pasaron los días y los meses, cuatro en total hasta que el nocaut se cobró a la última víctima. Él era Richard Green, el árbitro de Luisiana que supo impartir justicia en peleas como la de Muhammad Ali vs. Larry Holmes. El primero de julio de 1983, el referí de 46 años fue hallado muerto en su casa de North Las Vegas con un disparo en la cabeza que él mismo se había infligido.
A raíz de la terrible tragedia, el Consejo Mundial de Boxeo tomó ciertas medidas e impulsó una nueva reforma en el estatuto: Los rounds de un combate por el campeonato se bajarían de 15 a 12, se introdujo el conteo de ocho segundos y los luchadores se sometieron a pruebas médicas más estrictas.
Por su parte, la Cadena CBS canceló las transmisiones de boxeo, después de sentirse responsable de haber difundido en televisión nacional la muerte de un luchador.
Ray Mancini tampoco volvió a ser el mismo, la culpa lo carcomió y sucumbió en la depresión. Perdió arreglos con los patrocinadores y su carrera se le hizo cuesta arriba. «Hubo momentos en que Kim vino a mis sueños. En uno de ellos, recuerdo que nos dimos la mano, nos abrazamos y se fue. No se si fui yo que de pensarlo tanto finalmente vino a mí, o si en realidad el vino para despedirse y descansar», recordaba años más tarde.
Jiwan nació siete meses después de la pelea, pero no fue hasta que cumplió 29 años que vio el combate por completo. En 2011 conoció al hombre que había matado a su padre, producto de un encuentro que organizó la producción de «The good son» (La película) y lo liberó de culpa: «Si todavía se siente culpable por la lucha del pasado, si aún lo molesta y lo hace sentir inseguro, ya no tiene que pensar de esa manera».