De unos 10 millones de palestinos en el mundo, se estima que varios cientos de miles viven en la nación sudamericana

Por qué Chile es el país con más palestinos fuera del mundo árabe

Por qué Chile es el país con más palestinos fuera del mundo árabe
Marcha pro palestina en Santiago de Chile. EP

En la diáspora palestina, Chile ocupa un lugar singular: tiene más población palestina que Egipto o Líbano, y un poco menos que Siria. De unos 10 millones de palestinos en el mundo, se estima que varios cientos de miles viven en la nación sudamericana.

Numerosos estudios, entre ellos uno de la Fundación Konrad Adenauer -una institución internacional con origen en Alemania-, estiman que no existe otro lugar fuera del mundo árabe e Israel donde vivan tantos descendientes de palestinos, como en Chile.

Dado que la inmigración palestina traza un arco amplio -desde los primeros llegados a fines del siglo XIX hasta los 117 refugiados palestinos que llegaron en 2008 y fueron recibidos en la casa presidencial de La Moneda- es difícil saber con exactitud cuántos son exactamente.

Cuando un diario chileno publicó el mes pasado una caricatura sobre el bombardeo a la Franja de Gaza, nueve empresarios redactaron una breve misiva pública advirtiendo que la comunidad palestina, que estimaban en 300.000 personas, no comprendía «el humor» de la pieza ante las muertes en Gaza.

Y cuando el alcalde de la ciudad palestina de Beit Jala, Nael Salman, visitó Chile en 2013 aseguró que en el país vivían 400.000 palestinos con raíces en su ciudad, es decir, 20 veces más que en la propia Beit Jala.

En Chile, grandes fortunas llevan apellidos provenientes de pueblos cercanos a Jerusalén y se reiteran en el ámbito de la justicia, la política, la cultura y los negocios. Existe el club deportivo Palestino y en uno de los barrios más caros de Santiago, se despliegan las instalaciones del Estadio Palestino.

¿Qué explica esta masiva presencia palestina en Chile?


Algodón y seda

Los inmigrantes de Palestina, Siria y el Líbano empezaron a llegar a Chile durante la dominación del imperio otomano. En las fronteras del territorio, las familias palestinas preferían que los jóvenes partieran a la aventura, a quedar de «carne de cañón» de un ejército ajeno. Se embarcaban aunque debían llevar el pasaporte turco, que los ofendía.

Viajaron a América como parte de un movimiento migratorio mundial. Muchos creían en «un nuevo mundo» de oportunidades. Siguieron la ruta a Europa y varios por mar a Buenos Aires. Pero en vez de quedarse en la capital argentina, más rica y europeizada, los palestinos prefirieron cruzar los Andes y seguir hacia Chile.

«Acá se los recibió mejor, tenían más espacio, mejores posibilidades», dice Jaime Abedrapo, nieto de un inmigrante palestino llegado en los treinte, y vicepresidente de la Federación Palestina.

Entre 1885 y 1940, los árabes sumaban entre 8.000 y 10.000 personas en Chile, según el libro «El mundo árabe y América Latina», la mitad de ellos palestinos.

«Llegan en una coyuntura favorable», explica el profesor Eugenio Chahuán, del Centro de Estudios Árabes de la Universidad de Chile.

gual que otros países jóvenes, la nación sudamericana necesita inmigrantes para afianzar su economía y el control del territorio. Y aunque la élite chilena apostó siempre por los europeos -a quienes desde principios del siglo XIX ofrecía tierras y derechos-, árabes y palestinos apostaron por Chile.

Los llegados de Medio Oriente se instalaban sin beneficios. Optaron por el comercio y los textiles, una decisión que sería clave en la prosperidad que haría crecer la colonia.

«El país estaba en un proceso de modernización. Los que venían traían un mayor nivel socio cultural, eran más cosmopolitas porque Jerusalén estaba más cerca del centro del mundo de Chile», continúa Chahuán.

Seguían su tradición, conocían «el regateo», pero también atendían una demanda pendiente. Llegaban con artículos de paquetería al campo o a las ciudades chilenas donde había poco para comprar.

Los hijos de la familia Abumohor, proveniente de Beit Jala, recorrían el país ofreciendo mercadería al por mayor. En la ciudad de Talca, en los cincuenta se inauguraba la Casa Saieh, también de familia de origen palestino.

Otros inmigrantes empezaron a fabricar algodón o sedas, reemplazando la factura artesanal local o las caras importaciones europeas. Apellidos de origen palestino como Hirmas, Said, Yarur y Sumar se convertirían en sinónimo de una poderosa industria textil.

«Sabían que tenían que ganarse un espacio y un nombre», dice Abedrapo.

«Porque aunque los chilenos los recibieron bien, cuando comenzó el enriquecimiento textil la élite les hizo saber que no eran queridos. Ese rechazo reforzó la convicción de que tenían que ganarse el respeto».

Las textiles de origen palestino marcarían una época económica, política y social en Chile hasta fines de los setenta. Tras la rotunda apertura de la economía en los ochenta y noventa, y ante la intensa competencia china, la mayoría de las fortunas palestinas se expandieron hacia una variedad de negocios: financiero, inmobiliario, agrícola, viñatero, agrícola, alimentario y medios de comunicación.

El impulso comercial palestino se retrata hoy en empresas como Parque Arauco, asociado a la familia Said, con centros comerciales en Chile, Perú y Colombia, o el Banco de Crédito e Inversiones, fundado en 1937 por Juan Yarur Lolas y todavía uno de los más grandes de la plaza.

Más cristianos que en los territorios palestinos

La prosperidad explica en parte la magnitud de la colonia. Los palestinos venían de una raíz patriarcal y de familias extendidas. Si las expectativas en Chile mejoraban y las condiciones en Palestina empeoraban con el avance del siglo XX, era natural traer a la familia, los primos. Los «paisanos» formaron una fuerte red de apoyo en un país relativamente pequeño.

Además, en Chile no sólo encontraron fortuna. Venidos de un zona de encrucijadas religiosas, los inmigrantes pertenecían a minorías cristianas de las ciudades de Beit Jala, Belén, Beit Sahour y Beit Safafa. En Chile construyeron «una especie de exilio religioso», dice Chahuán.

«No sólo hay una concentración palestina en el país, también se genera una concentración de cristianos ortodoxos. Chile se reconocía católico y no conocía la religión ortodoxa, pero las doctrinas de ambas iglesias eran próximas».

Hoy, la memoria de la colectividad palestina cristiana está en Chile. «Aquí hay más cristianos descendientes de árabes que en Palestina toda», dice Chahuán, que recibe en Santiago a tesistas de distintas partes del mundo que estudian esta comunidad.

Ya en 1917, los palestinos levantaban la iglesia cristiana ortodoxa de San Jorge en el barrio de Recoleta. Así, la vida comercial y espiritual de la colonia se reunían en un mismo espacio que se popularizó como «Patronato».

Con los colores de Palestino

San Jorge se suma a otras instituciones, una prensa palestina con varios periódicos en árabe, un club social y ya en 1920, del club deportivo que hoy juega con los colores palestinos en la primera división del fútbol chileno.

«Siguen el proceso que hace de todo inmigrante: el comercio para subsistir, el deporte para integrarse y las obras de beneficencia para validarse», dice Daniel Jadue, descendiente de inmigrantes de Beit Jala y actual alcalde de Recoleta.

Jadue cuenta que las oleadas de inmigración palestinas han sido muchas y continuas, incluyendo las asociadas a la anexión de Jerusalén en 1967, y tras la intifada de los ochenta y noventa.

Pero también apunta a cuestiones más básicas, como la tierra, la flora y la fauna: «Es sencillo. En esto de lanzarse al mundo en una corriente migratoria provocada por el trauma, las familias se instalan en lugares que se parecen al territorio de origen. Es curioso, pero la zona central de Chile es muy parecida a las ciudades que dejaban», dice el alcalde, que el 2013 hermanó a su comuna con la ciudad palestina de Beit Jala.

«El damasco, la sandía, el cordero, cosas que son tan nuestras, también son muy palestinas. Los inmigrantes se lo comentaron a los que se quedaban, y se los trajeron contándoles: vengan a esta tierra, que se parece a la nuestra».

Los que vinieron, encontraron un hogar a 13.000 kilómetros de distancia.

 

 

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