Brasil se hunde cada día más en una recesión que parece no tener un fin. En un año, el país, que hace una década asombraba al mundo con cifras estratosféricas, se ha desplomado un 4,5%, sin ninguna esperanza de que mejore.
Según da cuenta Antonio Jimenez Barca, en ‘El País’, es la recaída más violenta de los últimos 20 años. Algunos analistas apuntan que va camino de ser la peor recesión en 80 años. Nada se escapa al hundimiento: el consumo familiar -uno de los motores de los venturosos años del expresidente Lula- retrocede un 4,5%.
Nadie se fía, nadie compra y nadie vende. Sobre todo porque el desempleo -otro fantasma en alza- llega ya al 8% y nada augura que no siga subiendo. La agricultura, que por lo general constituía un mercado paralelo indestructible también se resiente, sobre todo debido a la menor demanda de soja de China. Ni siquiera las exportaciones -en teoría beneficiadas por la devaluación del real de los últimos meses- consiguen remontar. La construcción de infraestructuras se desploma con un 6,3% menos de actividad.
Esto último se explica no sólo por el sombrío ambiente económico sino por un fenómeno inusual y puramente brasileño que tiene a la sociedad estupefacta: los dueños de las mayores empresas de construcción del país se encuentran en la cárcel, acusados de sobornar a empleados de la petrolera Petrobras.
El viernes, el presidente de la constructora Andrade Gutiérrez, Otávio Marques de Azevedo, llegó a un acuerdo con la Fiscalía brasileña: pagará 1.000 millones de reales ( 250 millones de euros) de multa -la mayor multa de la historia de Brasil- tras reconocer que ha pagado sobornos millonarios a cambio de lograr contratos para levantar tres estadios de fútbol del Mundial de Brasil, líneas férreas y refinerías, entre otras cosas.
También se compromete a denunciar a otros implicados (en la prensa brasileña se especula que señalará a dos senadores próximamente). Todo a cambio de la libertad condicional atado a una pulsera electrónica para estar localizable y a que su empresa pueda volver a optar a concursos públicos, dado que la parálisis la estaba llevando a pique. No es el primer gran empresario (equivalente a Florentino Pérez en España) que da este paso.
Hace unos meses lo hicieron los directivos de la empresa Camargo y Correa, después de pagar una multa de 800 millones de reales (200 millones de euros). En prisión, desde junio, aún se encuentra, con todo, Marcelo Odebrecht, el propietario de la mayor empresa constructora del país. Muchos se preguntan cuánto tardará en acogerse a la misma opción que sus competidores.
La semana pasada, fue detenido también uno de los hombres más ricos del país, el banquero André Esteves, también involucrado en el Caso Petrobras, acusado de tratar de entorpecer la labor de la justicia. El domingo, la Fiscalía decidió, a la vista de las pruebas, no otorgarle la libertad condicional. Tanto Esteves como Marques de Azevedo constituían ejemplos de empresarios exitosos brasileños, habituales de las portadas de revistas prestigiosas de economía y negocios.
De ahí que el descrédito de la élite brasileña (políticos, empresarios, altos cargos) sea total, y esto incida en el clima funesto que se cierne sobre el país. Nadie es capaz de vislumbrar dónde puede acabar el pozo de corrupción de Petrobras, que incide en la economía directamente.
De hecho, el círculo vicioso de revelaciones de corrupción que conducen a una crisis política que alimenta su vez una crisis económica no se ha deshecho en lo que va de año. El debilitado Gobierno de Dilma Rousseff, mientras, trata -sin éxito hasta ahora- de que un Congreso hostil apruebe las medidas necesarias de ajuste que, según el ministro de Economía, Joaquim Levy, servirán para dar credibilidad a las finanzas brasileñas de cara al exterior y relanzar la gripada economía. Dada la mala situación de las cuentas públicas, Rosseff decidió, el viernes, congelar de golpe el gasto del Estado bloqueando 10.000 millones de reales (2.500 millones de euros).
El domingo, una sintomática encuesta publicada por el periódico Folha de S. Paulo reveló que por primera vez en su historia, el principal problema que atosiga a los brasileños no es ni la sanidad, ni la educación, ni la inseguridad ni la marcha calamitosa de la economía. Es, simplemente, la corrupción. En la misma encuesta se daba constancia de la escasa aceptación de Dilma Rousseff, que lleva meses arrastrándose alrededor de un 10% de aprobación.