«Doña, présteme a su hijo para que vaya a hacer un mandado, para que nos traiga un mercadito del pueblo», cuenta Martín (no es su verdadero nombre) que le decían a su madre los miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, que operaban en su región.
«Así empecé mi labor como miliciano. Y cada vez fueron aumentando más las responsabilidades. Tenía 8, 9 años».
De este modo comenzó Martín a contarle a BBC Mundo, en conversación telefónica, cómo se incorporó de niño a las filas de las FARC, cómo vivió sus años como guerrillero y cómo -así lo dice él- se voló.
La suya es una de las más de 3.500 historias de menores colombianos que salieron de ese grupo armado desde 1999, según el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), entidad dedicada a la infancia y encargada de acoger a los menores que de las filas guerrilleras regresan a la sociedad civil.
El uso de niños y niñas para la guerra no se limita a una facción en particular. Entre 1999 y los primeros cuatro meses de 2015 el ICBF recibió a 5.753 menores que habían sido reclutados por grupos armados, que incluyen no solo a las FARC, sino a otros grupos guerrilleros, como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y a paramilitares.
En 2010 la Fiscalía de Colombia había estimado que entre la década del 90 y 2005, los grupos paramilitares habían reclutado a 2.824 niños.
Los paramilitares se desmovilizaron a mediados de la década del 2000. Algunos de sus miembros se convirtieron en criminales comunes, organizados en las llamadas bandas criminales o «bacrim», también acusadas de reclutar menores.
En cualquier caso, siempre será difícil saber a ciencia cierta cuántos niños y niñas fueron convertidos en soldados a la fuerza, porque muchos siguen en las filas de diversos grupos armados y, cuando los dejan, ya son adultos.
«La mayoría de gente que entra a los grupos (armados) siempre entra siendo menor de edad», explica Martín. Y aunque existe registro de reclutamiento forzados por parte de la guerrilla, él aclara: «Mientras yo estuve a nadie obligaron, donde yo estuve no; puede que sí en otras partes pasara eso».
No hacía falta, explica: «Ellos se aprovechan de la inocencia».
«Me fui acostumbrando»
Como muchos exmiembros de las FARC, él recuerda a la guerrilla como parte de una suerte de cotidianeidad benigna en su región; una zona donde no había mucho más, una de las tantas partes del país donde la palabra Estado era -todavía puede ser- eco de una ausencia.
«Ellos se aprovechan de esa situación», dice Martín.
«Yo soy de una zona indígena; una zona donde toda la vida hubo guerrilla; una zona de más o menos 50 familias. La presencia de ellos nunca fue para nosotros un obstáculo».
«Ellos llegaban y se quedaban en nuestra casa, se hospedaban allí. Yo siempre viví con mi mamá y mis hermanos; mis padres son separados».
«Todo ese tiempo nosotros compartíamos con ellos, comíamos con ellos; aprendíamos muchas cosas. Me fui acostumbrando».
11 años
De hacerles las compras pasó, junto con su hermano mayor, a hacer tareas de inteligencia, acompañando a algún guerrillero mayor.
Su ingreso definitivo se dio cuando tenía 11 años; entonces dejó el hogar materno.
«Cuando me di cuenta estaba más adentro que afuera, porque las responsabilidades habían aumentado, ya habíamos participado de varias operaciones. Cuando había pelea con el Ejército, nosotros nos encargábamos de informar en qué posición estaba para que la guerrilla lo pudiera emboscar».
«A mí no me entrenaron tres meses, como es el protocolo, con un fusil de palo. A nosotros nos dieron un fusil de una vez. A los 11 yo ya sabía cómo se armaba y cómo se desbarataba un fusil».
«Cuando estábamos de milicianos, cuando había combate estábamos en la radio, pendientes, un poquito alejados. Cuando ya nos tocó enfrentarnos, para nosotros era normal. La diferencia era que ya nos estaban disparando a nosotros».
Participó de «bastantes» enfrentamientos, porque, explica, «estábamos en una zona estratégica».
«Mi mamá nunca quiso que participáramos en esto, pero era difícil para ella decir ‘mijo, no se vaya’, porque no podía ofrecernos lo que nos ofrecía el grupo en el momento». El trabajo de la madre sólo alcanzaba para pagar los alimentos.
«La única opción»
Y «uno de joven ya quiere tener plata, comprar su ropa», explica Martín.
«Con la guerrilla empezamos a trabajar y nos pagaban algo. No era mucho, eran 10.000, 20.000 pesos (entre US$4 y 8, al cambio de la época), dependiendo de lo que tuviéramos que hacer».
«Nos metimos porque era la única opción que teníamos».
Por su edad, en general le asignaban tareas de inteligencia, algo que -cuenta- era a la vez muy riesgoso «porque nos exponíamos a que nos capturaran» y un «privilegio, porque eso nos permitía ir a la casa a visitar a mi mamá».
De todo su tiempo en la guerrilla recuerda que la operación más exigente fue una planificada con dos años de anticipación. Él tenía 13 o 14 años y junto a otros niños y jóvenes pasó meses trasladando municiones a través de tres municipios.
«A nosotros nos tocó hacer el cargamento de todo eso, por toda la sabana. Fue una misión muy dura». Caminaban de 5 a 11 de la mañana, más o menos. Cada viaje les llevaba cerca de un mes.
«El clima era muy fuerte; todo el tiempo permanecíamos húmedos, con frío. Mucha gente desertaba en esa época. Si desertaba un compañero, la carga que llevaba él la repartían entre el resto».
Tampoco el alimento era gran cosa: «Sopa de pasta, la sopa guerrillera que le decimos nosotros, con papas y pasta. O sopa de arroz con papa. O chocolate o café». No mucho más.
«¿Por qué llora, marica?»
Los niños de la guerrilla no sólo están a merced de los elementos, de la rigidez militar, de tareas que parten espaldas; están sobre todo expuestos a la más cruda violencia del conflicto, las muertes, los heridos.
Vio a muchos de sus compañeros heridos. «Eso es muy fuerte, porque te hacen una operación sin anestesia. Y es triste verlos gritar, llorar y botar sangre».
Ya desde miliciano, o sea desde los 9 años, vio morir a soldados. Pero fue la muerte de un compañero la que lo dejó marcado.
«El Ejército lo mató muy fuerte. Era un amigo. Eso fue un 24 de diciembre, precisamente; a las seis de la mañana; todo el mundo estaba relajado. El Ejército lo emboscó, iba con una cobija con la que había estado durmiendo. Le descargaron una M60 de esas que te destruye, que te destruye el cuerpo».
«Yo lloraba todo el tiempo, me asustaba», cuenta.
«Uno se ahogaba del susto, del cansancio, de la desesperación. Yo sufrí mucho realmente».
«En la parte personal no hay un apoyo. Si tú estás triste o estás llorando a ellos les vale igual. Cuando veían a alguien llorando le decían ‘¿por qué llora, marica?, ¿por qué llora hijo de tantas?'».
Captura de su hermano
A mediados de la década del 2000 la ofensiva del gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe se había intensificado y la campaña de bombardeos contra campamentos rebeldes habían puesto especial presión sobre las FARC.
«No se podía acampar ni una semana», cuenta Martín, quien formaba parte de una columna móvil.
«Uno estaba un día y ya le tocaba moverse. Si uno dejaba rastro, el Ejército después pasaba y lo seguía a uno y lo podía matar. A cada ratico había pelea con el Ejército».
«Mi hermano fue capturado en una operación de esas y me quedé solo. Ya tenía yo 15 años y él 17. Se lo llevaron para una correccional de menores y el ICBF lo ayudó e ingresó al programa de desvinculados menores de edad».
«Una vez fui a visitarlo donde estaba y ahí me enteré de que existía ese proceso y empecé a pensar cómo iba a hacer para volarme de allá».
Un día, cuando lo mandaron al pueblo con un encargo, se fue y no volvió más.
«Ni siquiera compré nada de lo que necesitaban y seguí en el mismo bus derecho a la ciudad». Tenía 16 años.
«Tener unas alas»
«Lo importante era recuperar la libertad, poder hacer lo que uno quiere», reflexiona.
«Muchos compañeros decían ‘yo quisiera salir volando, tener unas alas, irme de aquí para lo de mi familia’. Pero muchos de ellos murieron con los sueños frustrados sin poder hacer lo que ellos querían».
«¿Por qué tienen que esperar a que uno sobreviva a una guerra para que lo ayuden? ¿Por qué no hacer algo antes de que esos muchachos se vayan a la guerra?», pregunta con frustración Martín.
«Porque si hay oportunidades, hay formas de que uno pueda tener ingresos, de que la familia tenga proyectos productivos, pues seguramente uno no se va a ir para allá».
Hoy tiene 24 años y trabaja como promotor de reintegración en la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR), el organismo encargado de ayudar a desmovilizados y desvinculados de grupos ilegales armados a volver a la sociedad civil.
«Tenemos que demostrarle a la sociedad que somos diferentes. No decir ‘yo soy desmovilizado, tienen que ayudarme’. No, hay que demostrar que somos capaces. Para eso tenemos que estudiar, prepararnos, reintegrarnos».
Todavía es parte del programa de la ACR, al que ingresó una vez cumplidos los 18 años.
El proceso de reintegración suele llevar seis años y medio. Martín está en la fase final.
Si se cumple la promesa que las FARC hicieron en junio de dejar ir a los menores de 15 años, muchos otros empezarán a recorrer el mismo camino que Martín está por terminar.