El Tapón de Darién: la región intransitable de América Latina y el infierno sufrido por quienes intentan cruzarlo

El Tapón de Darién: la región intransitable de América Latina y el infierno sufrido por quienes intentan cruzarlo

El Tapón del Darién es un bloque vegetal que se extiende en la frontera entre Panamá y Colombia. En este lugar, debido a la complejidad que plantea una selva impenetrable, se interrumpe la carretera Panamericana. Es considerado uno de los lugares más biodiversos del planeta. Sin embargo, su densa vegetación se ha convertido en el telón propicio para el paso irregular de migrantes y el narcotráfico.

BBC Mundo pasó siete días allí para relatar cómo es este lugar, que fue definido por el periodista estadounidense Jason Motlagh como «el pedazo de jungla más peligroso del mundo».

Día 1: Metetí

El recorrido comienza en el mismo lugar donde para otros termina: en la entrada norte de la selva.

«Esto es un campo de concentración. Hace varios días que estamos aquí, no nos dejan salir y vivimos en las peores condiciones».

El que habla es Mohamed Nasser Al Humaikani. Delgado, de hablar suave y mirada dócil, alrededor de su cabeza orbitan decenas de moscas. Él las espanta con las manos, pero es un esfuerzo inútil. Los insectos regresan, dan varios giros y finalmente se posan sobre su piel sudorosa.

Mohamed es yemení.

A principios de agosto de 2017 fue sorprendido por efectivos del Servicio Nacional de Fronteras de Panamá, el Senafront, mientras atravesaba de sur a norte el Tapón del Darién, un bloque selvático de 575 mil hectáreas entre Colombia y Panamá.

Iba camino a Norteamérica y lo interceptaron después de que había deambulado por durante cuatro días a través del territorio espeso del tapón. Dice que se rindió debido al agotamiento y que se dejó llevar sin oponer resistencia hasta la base militar de Metetí, a unos 250 kilómetros al este de Ciudad de Panamá.

A 3.500 kilómetros de Estados Unidos y a casi cuatro veces esa distancia de su país natal.

Y desde entonces no ha podido continuar su viaje. En esta especie de embudo migratorio se encontró con otros seis compatriotas en su mismo estado.

Los yemeníes varados son solo un síntoma de una condición crónica.

En los últimos tres años, Panamá ha recibido desde Colombia una oleada de migrantes originarios de países tan diversos como Cuba, Haití, Bangladesh o Somalia, todos decididos a aventurarse por el Darién para llegar, muchos kilómetros después, a Estados Unidos.

El subcomisionado Jorge Gobea, coordinador de temas migratorios del Senafront, luce un poco joven para su condición de comandante. Es alto y su uniforme está limpio y prolijo como si acabara de salir de un desfile militar.

Detrás de él, bajo una enorme carpa blanca con suelo de tierra, deambulan unos 42 migrantes.

Son los huéspedes de este campamento que levantaron las autoridades panameñas para darles alimentación, alojamiento y primeros auxilios -además de registrar sus datos personales- y que bautizaron, muy en el estilo rimbombante de la burocracia latinoamericana, Estación Temporal de Auxilio Humanitario.

Aquí todos lo conocen como la «Etah».

Día 2: Camarón

Una vez se acaba la carretera, la vida se vuelve un poco más primitiva.

En Yaviza, una localidad a unos 300 kilómetros de la capital panameña, el trazado de pavimento de la ruta Panamericana se desvanece de repente, después de un recorrido de 12.500 kilómetros desde Prudhoe, en Alaska.

Y allí donde termina, solo quedan el agua y las canoas.

– Le caben 50 quintales, nos dice Camarón.

Aunque es bajito y pesado, Camarón se mueve con habilidad por los estrechos bordes de su piragua para ubicar un enorme sillón de cuero sobre unos bultos de ñame y plátano que debe llevar al poblado vecino de El Real.

Él no sabe con exactitud cuántas libras son 50 quintales. No le hace falta. Aquí, en el puerto de Yaviza, las cosas no se pesan. Se cuentan.

«Después de 50 bultos, las piraguas comienzan a hundirse», explica como si tuviéramos que saberlo y dibuja con la mano un barco yéndose a pique.

Donde se acaba el asfalto y se asoma el río Tuira, comienza el Tapón del Darién, esta extensión de tierra que ocupa el 13% del territorio de Panamá y que contiene la mayor colección de especies de pájaros del mundo.

Una selva que, al otro lado de la frontera y durante los últimos 30 años, ha sido el campo de batallas, masacres, torturas y secuestros de civiles por parte de frentes guerrilleros y comandos paramilitares de Colombia.

Pero que es sobre todo un infierno de humedad y calor donde casi no se divisa el cielo. No se ve por dónde sale el sol ni dónde se esconde, es imposible distinguir el norte del sur sin brújula, sin GPS. Si no hay alguien que lo indique, se pueden pasar días caminando en círculos como un perro que persigue su propia cola.

Cuando Camarón regrese de llevar el sillón de cuero, nos vamos a montar en su piragua y vamos a internarnos en este gigante.

Día 3: Agua

Para sentir el alma del Darién hay que acariciar el agua.

Mientras Camarón acelera su motor Suzuki de 40 caballos de fuerza, se percibe en la yema de los dedos las partículas frescas y heladas de la corriente del Tuira, el río caudaloso y verde que se desliza sobre una pista de rocas pulidas y entre árboles en silencio.

El agua aquí abunda. Es una de las regiones más lluviosas del planeta y desde que salimos de Yaviza ha dado prueba de ello: una llovizna leve y eléctrica nos acaricia el rostro durante una buena parte del trayecto.

Pero la generosidad de las precipitaciones y los afluentes no dan garantía de movilidad. Para trasladarse 30 kilómetros se necesitan seis horas. Con la carretera, bastaría acelerar y en menos de dos horas estaríamos en Colombia.

Así, a este paso de barcazas y pies dispuestos, tardaremos otros seis días.

Y ese conflicto entre la naturaleza y el progreso lleva más de 50 años, en los que varios bandos no se han puesto de acuerdo sobre si la selva debe ser atravesada o no con los 108 kilómetros de autopista que faltan entre Yaviza y el puerto colombiano de Turbo, donde la carretera continental reanuda su curso.

La idea de la ruta Panamericana se gestó en 1929 durante una cumbre de gobernantes, pero no fue sino hasta 1937 cuando 13 naciones, impulsadas por Estados Unidos, acordaron construirla, basándose en un principio que en teoría facilitaría las cosas: cada país se encargaría de su tramo.

Durante 25 años las cosas fueron más o menos bien.

El principal inconveniente surgió a principios de los 60, cuando Panamá y Colombia se enfrascaron en discutir cómo sortear la selva: algunos proponían una línea recta que la atravesara, otros señalaban que lo mejor era un pequeño desvío por el norte y trazar una ruta más cercana al Caribe.

Las discusiones se diluyeron en trámites burocráticos y peleas de presupuesto y el trayecto nunca se construyó.

Seis horas sobre el Tuira nos dejan en Boca de Cupe.

Nos recibe un par de gallos en la entrada del puerto y, mientras nos internamos por las pequeñas calles de este poblado de 800 habitantes, estas aves se multiplican en los jardines, en el patio de la escuela, en el batallón del Senafront.

La dimensión de su dominio no se nota hasta muy entrada la noche, cuando se unen en coro, un cacareo seguido del otro, no como una agrupación polifónica sincronizada sino como si se estuvieran enumerando, espantados por la inminencia de la muerte, frente a un pelotón de fusilamiento.

La casa de René Alvarado Ballesteros está custodiada por tres gallos que picotean la tierra.

Alvarado sale al corredor del frente vestido de pantaloneta y una camiseta esqueleto y se presenta como agricultor, aunque la mayoría de los vecinos lo señala como uno de los representantes legitimados de la comunidad.

Día 4: Lorencita

Con el primer canto del gallo comienza otro tramo del recorrido. Otra vez la canoa, otras seis horas, el agua que salpica desde el cauce del río, el cielo que escupe lluvia espesa.

Desde Boca de Cupe hacia Paya, la comunidad indígena donde -lo sabremos después- empieza la parte más dura del recorrido, los árboles se vuelven más altos, de un verde tan verde que parece negro.

Aunque ha llovido sin pausa desde hace días, el cauce del Tuira se adelgazó tanto que debemos bajarnos varias veces de la piragua de Camarón para empujarla sobre el lecho de piedras.

No se entiende: llueve, pero no hay agua en el río.

Atrás, callado, va Isaac Pizarro, guía del parque. Es pequeño, compacto, con una sonrisa permanente que subraya sus ojos pequeños. Es una de las personas que más conoce el Darién, pero sobre todo es un hombre que sabe de pájaros.

Tanto que, a diferencia de los avistadores aficionados que tienen que relacionar el canto con la apariencia de cada especie para reconocerlas en sus tarjetas de taxonomía, Pizarro los distingue a lo lejos, solo por la forma en que vuelan.

«Lo que pasa es que no está lloviendo en la cabecera, por eso el agua no alcanza», explica el lugareño.

Comunidades indígenas en el Darién

Por eso el empeño de muchos en proteger el Darién.

El primer paso se dio en 1972, cuando Panamá creó la zona especial forestal del Alto Darién y de esa manera garantizó el control en la que se volvió la reserva natural más grande de Centroamérica.

Después, cuando aquel esfuerzo resultó fútil para evitar la invasión de las empresas forestales ilegales, la UNESCO lo declaró en 1981 Patrimonio Ambiental de la Humanidad, e incluyó bajo la protección a la zona que se encuentra dentro del territorio colombiano.

En el Darién hay más de 900 especies de pájaros, 2.163 de flora, 160 especies de mamíferos, 50 de anfibios, bosques, playas, mesetas y selva virgen.

«No estoy de acuerdo con que abran el Tapón del Darién. Vamos a perder toda nuestra comida».

Entre todos los que nos hablan, llama la atención Lorencita Bastidas. Mejor dicho, llaman la atención los colores de Lorencita Bastidas.

Camina erguida con su blusa azul de pechera de mola, el trabajo textil de varias capas superpuestas y motivos de plantas y animales en que se ocupan los indígenas de la zona. Va con su oro colgado de la nariz y las chaquiras -un tejido hecho de piedritas de colores- envolviéndole sus piernas hasta las rodillas, justo allí donde se aferra una de sus nietas.

«Quiero que cuando la gente me vea, se dé cuenta de que soy una mujer kuna», reclama orgullosa.

Día 5: Selva

Apenas nos internamos en el matorral, después de pasar dos quebradas y un par de platanales, comprendemos por qué es tan fácil extraviarse en este terreno: no hay una forma de adivinar el camino. Hay pocos indicios, escasos puntos que sirvan de referencia.

Por eso, hacemos caso ciego a cualquier indicación de los hombres que han venido junto a Pizarro para asistirnos en la que, nos dicen varias veces, es la porción más brava del recorrido.

El paisaje abruma: los árboles centenarios parecen rascacielos y quedamos bajo una pelambre de hojas y tallos que apenas dejan pasar los rayos del sol, aunque no sirven de mucho para detener la intensidad del calor.

La selva hierve en el rostro. Aquí cobra sentido eso que nos han dicho, que uno no cruza el Darién sino que se da de bruces contra él.

Se estampa contra sus decenas de matorrales tapizados de espinas que nos rayan brazos y manos. Contra los cadáveres infranqueables de los árboles que caen y quedan acostados en el suelo por lo que la naturaleza tarde en deglutírselos y que nos obligan a cambiar de rumbo cada dos pasos.

Contra las ramas que se sacuden al paso de cada uno y se vuelven un latigazo seco y doloroso para quien viene detrás.

Contra los vestigios de los migrantes, también: sudaderas Adidas colgadas de los árboles, botellas de bebidas energizantes rellenas de lodo, bolsas de suero para la hidratación, un brasier violeta, unos zapatos deportivos, una chaqueta de bebé.

Pizarro nos pide que no toquemos nada, que dejemos todo tal cual está.

«Los que pasaron los dejaron ahí para que les sirvan de pistas, para no perder el camino a los que vienen luego», explica.

«¿Y dónde están ellos?», pregunto.

«No se van a dejar ver. No saben si somos el Senafront, si somos mochileros que llevan droga… Nos escuchan y se ocultan, no se van a arriesgar», responde.

Cerca de allí nos señala el lugar donde fue enterrado uno de los migrantes que no resistió la severidad de la marcha. No hay placa ni cruz, solo una leve hendidura rectangular en la tierra.

Pizarro dice que era un africano y que su cuerpo fue sepultado porque varios migrantes interceptaron a unos indígenas que pasaban por allí para pedirles no solo agua y orientación sino también que los ayudaran a excavar para darle un final digno a su compañero.

Un muerto más de una cifra que se desconoce: no se sabe cuántos migrantes han quedado a mitad camino durante estos últimos años de recorridos masivos. No hay una cifra oficial, sino relatos fragmentados.

Uno de ellos es el de la monja Margina Cuadra Gaitán, una nicaragüense quien vive hace 20 años en Boca de Cupe.

«Me acuerdo que eran tres hombres que habían sacado ahogados de un río. Los trajo el Senafront y me pidió que si podía hacer una oración cuando los fueran a enterrar en el cementerio», relata la hermana Cuadra.

Anochece

Llevamos ocho horas de recorrido, la temperatura se ha elevado sobre los 30 grados, mi vestimenta empapada pesa el doble.

Pizarro traza el plan de lo que viene: debemos atravesar la quebrada del río Tula, pero no siguiendo su ribera sino por una línea recta para hacer el camino más corto. Aunque no más fácil, porque habrá que subir y bajar ocho colinas en el trayecto.

«Estamos retrasados», advierte para justificar la decisión. Y señala una amenaza que viene pisándonos los talones: «La luz se va antes en la jungla».

Pero el calor y la extensión de la caminata nos juegan en contra y el cuerpo, a pesar del suministro de agua constante, comienza a ceder. Nuestros pasos se hacen más lentos y las pausas para descansar, más frecuentes.

Pizarro se pone nervioso y repite la consigna: tenemos que llegar antes de que anochezca.

Para peor, ocurre algo que no estaba en los planes: el camino está totalmente anegado, convertido en una superficie de lodo que se traga los pies hasta los tobillos. En algunos tramos, hasta las rodillas.

Sobre el pantano se pueden ver huellas de mulas y burros.

«La explotación maderera (ilegal) utiliza mulas para sacar los troncos de la selva y eso ha deteriorado la calidad del suelo en algunas zonas del parque», es la explicación de Nianza Ángulo Paredes, directora de la reserva de Los Katíos.

«Estamos realizando varias operaciones de control para reducir este tipo de prácticas», asegura. «De hecho, UNESCO nos retiró en 2015 de la lista de zonas de patrimonio en peligro por nuestro buen control de la deforestación en la zona», insiste la funcionaria.

Lo cierto es que este lugar no está diseñado para que lo transite nadie, mucho menos a pie.

Lo que sigue es un recorrido de barro que se adhiere en las manos y los pies y parece que tiene vida propia, que cada vez que absorbe uno de mis pasos desea quedarse con mis botas y la mitad de mis piernas.

Cada avance nos hunde más en el fango y todo el esfuerzo se centra en conseguir despegar el pie del fondo, solo para volver a empezar el proceso en el siguiente paso. La marcha se convierte en un penoso arrastre de piernas embadurnadas de pantano y cansancio, que se extiende por cuatro horas más.

El peor temor de Pizarro se hace realidad.

Nos alcanza la noche y comprendo su afán, la selva en la oscuridad es un lugar tenebroso. Como una máscara que no te deja respirar.

«No puedo más», dice mi compañero, quiebra las rodillas y se deja caer hasta quedar acostado, exhausto. Resopla, está agitado. Pizarro y los hombres que nos han servido de guías encienden sus linternas y nos rodean para evitar que se acerque algún animal.

Yo tampoco puedo más. Han sido 12 horas de darle batalla a la naturaleza áspera, que te lastima la piel cada dos metros, envueltos por una atmósfera sofocante que aplasta el cuerpo cubierto con prendas que nunca alcanzan a secarse.

Pizarro se comunica por el radio y nos trae las últimas palabras de aliento: «Estamos a 25 minutos del río Cacarica, donde nos espera un bote que nos llevará a la comunidad Juin Phubuur. Vamos».

Cuando me levanto y avanzo un par de metros, distingo sobre el telón negro de la selva las sombras de una choza de paja, una mesa rodeada por unas sillas rústicas acomodadas simétricamente una frente a otra, mientras una canoa flota sobre un río apacible.

Veo el cuadro perfectamente. «Ahí está, llegamos», digo eufórico.

Día 6: Miedo

Del otro lado del Tapón del Darién, en Colombia, en la comunidad indígena de Juin Phubuur que nos recibe sucios y extenuados, lo primero que me cuentan es el miedo.

Hace poco más de un año y tras cinco décadas de conflicto interno, el gobierno de Juan Manuel Santos firmó un acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que mediante su Frente 57 controlaban gran parte de este territorio.

Y otros grupos, como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia -también conocidas como los Urabeños-, han querido aprovechar el vacío que dejaron las FARC tras el desarme.

«Ya hemos tenido que echar dos veces este año a los paramilitares de nuestro territorio. Porque aquí no se permite la violencia», me dice Ovidio Chocho Mepaquito, el cacique de la comunidad.

Lo hicieron con las armas que tenían, unos palos macizos que cargan hombres y mujeres cuando tienen que defenderse de las amenazas exteriores.

«Hasta ahora respetan nuestra decisión. Pero ellos están armados y no sabemos si algún día vienen y deciden pasar por encima de nosotros, porque aquí Estado no hay», agrega Chocho Mepaquito, un hombre pequeño vestido con una camiseta amarilla que una candidata a la gobernación pasó a repartir en las elecciones pasadas.

Pero es al bajar por el cauce del Cacaricas, en el corregimiento de Bijao – un pueblo entero de afrocolombianos que ya vivió los rigores de la violencia-, donde el temor se respira sin siquiera nombrarlo.

Allí está, frente a su casa, Luis Aristarco. Se está preparando para reemplazar al pastor de la iglesia que este domingo no pudo llegar a hacer la oración en el templo. Está de pie y ya acicalado, vestido con una camisa blanca, pantalones planchados con el peso de la cama y de pañuelo, un pedazo de toalla color naranja.

Hace 20 años, varios hombres del bloque paramilitar Elmer Cárdenas decapitaron a su hermano Marino con un machete y después lo desmembraron frente a toda la comunidad.

«A mí no me tocó porque yo no estaba en Bijao ese día, pero una semana después tuve que volver para recoger las partes del cuerpo de mi hermano que estaban flotando en el río», recuerda mientras se aguanta las lágrimas.

Él también ha escuchado los rumores que dicen que los paramilitares quieren retomar el control. Le pregunto por la paz: si algo ha cambiado aquí con los acuerdos recién firmados.

Una noche con energía eléctrica es una noche de fiesta.

Día 7: Salida

El último tramo del viaje es hacia Turbo. Es un camino en bote que no debe durar más de cinco horas, pero de nuevo tenemos que bajarnos de la canoa en la que vamos y literalmente caminar sobre el río.

En la otra dirección viene una piragua cargada de mercancías: colchones, gaseosas, plátanos, gasolina. Desde la punta de la embarcación, un hombre delgado y barbudo camina con el agua hasta las rodillas, empuja para que el pedazo de madera logre avanzar algunos metros.

«Esto es todo los días. De ida y de venida, hay que bajarse y empujar», me dice. Se llama Felipe. «Pero es la única forma que tenemos para transportarnos», resopla y continúa pujando por esa vía de aguas pandas y fondos cargados de sedimentos leñosos.

Pero no menciona la carretera. Nadie lo hace a menos que se le pregunte. Solo cuando el río Cacaricas se encuentra con el gigante del Atrato aparece nuevamente la idea de la Panamericana: llegamos a Puente América.

En una tienda que flota sobre unos planchones de madera sobre el río nos atiende Jota, que nos ofrece algo para desayunar.

«Le pusieron Puente América porque se suponía que ahí -señala el horizonte en dirección al norte- iban a construir el puente de la Panamericana. Pero eso nunca ocurrió».

Los lugareños ya lo han olvidado, dice, y la mayoría de este lado del Tapón del Darién no habla sobre la ruta.

«Es que aquí hay cosas más urgentes en qué pensar. Por ejemplo, ¿por qué toda esa plata que se gastaron en el proceso de paz no se la gastan en ayudarnos a drenar el río?»

Prioridades. La lancha se hace poderosa cuando la profundidad del Atrato se combina con la extensión del mar Caribe que está frente a Turbo y de nuevo acaricio el agua.

Entonces cierro los ojos, abro las manos y vuelvo a pensar en la luna menguante rodeada de estrellas.

Atrás, cubierto por la bruma de una llovizna, la espesura del Darién se va diluyendo en el horizonte.

Un gigante cargado de pesadillas, como si se tratara de un invento de la imaginación.

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