La paz sólo se alcanza a través de la justicia. Esa es una máxima de larga tradición ética. La conciencia de los pueblos acerca de los hechos, por muy ominosos que sean, que implican violaciones a la dignidad humana y los principios elementales de la civilización es lo único que los blinda contra sus repeticiones.
El caso alemán es el ejemplo viviente que muestra sobre lo anterior cómo se fortalece el ánimo de la reconciliación de un pueblo que asume sin complejos y no huye de sus tragedias más infaustas.
El asunto viene a colación dada la memorable sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictada a comienzos del año en el caso de Gelman contra Uruguay.
Luego de narrar con detalles los procesos de anulación de las llamadas leyes de punto final o de amnistía por las Altas Cortes de Chile, Perú, Argentina, Uruguay, Honduras, El Salvador y Colombia, entre otros países, para facilitar el juzgamiento de quienes han sido violadores o responsables de la violación grave y sistemática de derechos humanos, recuerda que «la sola existencia de un régimen democrático no garantiza, per se, el permanente respeto del Derecho Internacional, incluyendo al Derecho Internacional de los Derechos Humanos; lo cual ha sido así considerado incluso por la propia Carta Democrática Interamericana».
Reitera la Corte Interamericana en cuanto a que «la legitimación democrática de determinados hechos o actos en una sociedad está limitada por las normas y obligaciones internacionales de protección de los derechos humanos reconocidos en tratados como la Convención Americana, de modo que la existencia de un verdadero régimen democrático está determinada por sus características tanto formales como sustanciales, por lo que, particularmente en casos de graves violaciones […], la protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a la esfera de lo ‘susceptible de ser decidido’ por parte de las mayorías en instancias democráticas […]».
El asunto es de importante consideración pues Venezuela, después de vivir su primera década del siglo XXI en medio de un clima que permite que las víctimas de homicidios pasen de 4.500 en 1998 a un promedio de 15.000 cada año, presencia una guerra civil no declarada. Ella se inicia desde cuando el gendarme hoy enfermo, en el mismo día en que asume el poder el 2 de febrero de 1999, afirma ante el país y en presencia de la presidenta del Tribunal Supremo de Justicia, palabras más, palabras menos, que quienes roban son inocentes por necesitados. La impunidad se hace regla y determina el curso de la nación hasta el presente.
En ese marco, por lo demás, el celebérrimo congresillo designado a dedo por la Asamblea Nacional Constituyente que secuestra la soberanía popular para asumir poderes dictatoriales -diciéndose depositaria de la soberanía popular originaria- sanciona una ley de perdón de los oficiales y suboficiales alzados en armas contra la república durante los sucesos de 1992, que dejan muertos a la vera a numerosos civiles inocentes.
Pues bien, la memoria y la verdad son instrumentos indispensables para que Venezuela vuelva hacia el curso de su concordia perdida: de cara al presente, vale decir, del intento sesgado de reescritura de nuestra historia por uno de los responsables de las muertes de soldados -el actual presidente de la Asamblea- que ocurren durante los años sesenta, y por otro quien dirige la acción que causa la muerte de civiles a inicios de los noventa -el presidente hoy enfermo- y favorece una masacre próxima a su sede -la Masacre de Miraflores- durante 2002; y de cara al porvenir, vale decir, ante tiempo que se aspira construir luego del 2012 -Dios mediante-.
Los Acuerdos de Mayo de 2003, facilitados por la OEA y el Centro Carter, apuntan hacia la necesaria conformación de una comisión de la verdad nada distinta de la que con tino forjan en sus trágicos momentos los países centroamericanos y también los del Cono Sur.
Pero el régimen pone de lado tal iniciativa y escoge a dedo -como siempre lo hace desde sus inicios- a los victimarios de conveniencia. Pone sus brasas lo más lejos del Gobierno y sus actores.
Son inenarrables las violaciones sistemáticas, como política de Estado, que ocurren en Venezuela desde 1999 en abierta colusión con el narcoterrorismo y sus aliados en el mundo.
El genocidio petrolero -los 20.000 ex trabajadores de PDVSA despedidos y expulsados junto a sus familias, con apoyo militar, de las viviendas que ocupan- y la lista de la infamia -la Lista Tascón, que declara muertos civiles a 3.000.000 y algo más de venezolanos- han de ser bagatelas frente a la gravedad de los otros hechos criminales que día a día se conocen y son productos de un típico terrorismo de Estado.
El Informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de 2009 y la denuncia presentada ante la Fiscalía de la Corte Penal Internacional ofrecen tela que cortar y permiten afirmar la memoria histórica, alcanzar la verdad de los hechos y otorgar justicia a quienes la esperan sin atisbos de venganza.
La impunidad es la raíz que carcome toda democracia. Esa es la premisa indispensable.
*Asdrúbal Aguiar es político y abogado venezolano.