Disparar es un verbo que sirve de la misma manera para quien tiene un arma y para quien tiene una cámara fotográfica.
Es la palabra precisa para determinar la activación del mecanismo.
Algunas veces, el segundo registra lo que ha hecho el primero.
Ocurrió así el 5 de junio de 1968 a las 12:03 de la medianoche, en el pasillo que conducía del salón principal a la cocina del hotel Ambassador de Los Ángeles, en el oeste de Estados Unidos. Sirhan Sirhan, un hombre de origen palestino, tenía un arma en sus manos, un revólver Wasleyjones calibre 22, que disparó en seis ocasiones.
Los proyectiles se alojaron en el brazo izquierdo, en la pierna derecha y en el cuello de Robert Francis Kennedy Jr., precandidato presidencial por el partido Demócrata, ex Fiscal General y el hermano menor de John Fitzgerald, el presidente inmolado en una calle de Dallas, Texas, cinco años antes.
Segundos después, Boris Yaro, un fotoperiodista que trabajaba como freelance para el LA Times disparó su Nikon FT varias veces hacia el mismo hombre en medio de la confusión y el pánico.A él, a diferencia de Sirhan Sirhan, llegaron a verlo, la mano en el gatillo fotográfico, y le gritaron que no disparara. Pero Yaro no hizo caso.
Un par de horas más tarde, cuando reveló el negativo en el laboratorio de fotografía de la redacción del LA Times ubicado a pocas cuadras del hotel Ambassador, quedó clara la diferencia: el disparo de la muerte, el disparo de la foto.
La foto de la muerte. Yaro había sacado la última foto de Bobby Kennedy con un hilo de vida.
La imagen fija era la de un joven de 15 años, arrodillado sobre el suelo, que le sostenía la cabeza al hombre que moría en el piso de un salón de hotel.
Una foto no planeada
Yaro le confesó a BBC Mundo que la foto más famosa de su catálogo, por la que recibió varios premios y menciones alrededor del mundo, no la pensaba tomar. No estaba en sus planes. Apenas una hora antes estaba en su casa de Pasadena, digiriendo unos tacos al pastor que se había comido en un puesto mexicano del mercado central de Los Ángeles.
«Había llamado al periódico y me habían dicho que la noche ya estaba cubierta, así que no tenía que ir», se escucha su voz pesada y cansina desde el otro lado del teléfono.
Esa noche era la del 4 de junio de 1968 y casi rozando la medianoche se conocerían los resultados de las elecciones primarias del partido Demócrata en el estado de California, que conducirían, un mes después, a escoger al próximo candidato a la presidencia, para enfrentarse a Richard Nixon.
Los rivales de esa contienda eran el senador de Minnesota Eugene McCarthy, un poeta convertido en político quien era un abierto opositor de la guerra de Vietnam, y el vicepresidente de EE.UU. de aquel entonces, Hubert Horatio Humphrey Jr, quien se había unido a la competencia cuando se bajó del tren el presidente en funciones, Lyndon B. Jonhson.
El tercero en la disputa era Robert F. Kennedy, quien estaba sorprendiendo con sus proyecciones de voto, a pesar de haber llegado tarde a la carrera electoral.
Su desempeño no era nada despreciable para alguien que se había montado de último en la contienda: había ganado en Indiana y Nebraska, pero también había sido derrotado en estados como Oregón, pocos días antes.
Por eso tenía claro que la victoria en California era vital.
«Si no gano en California, es posible que deje la contienda para ser candidato presidencial», citó el diario The New York Times en su edición del 30 de mayo de 1968.
«Como no tenía turno, decidí irme a casa porque no me sentía bien. Me puse a ver televisión y escuchar un poco de radio, cuando comencé a escuchar los primeros resultados me di cuenta de que tenía que ir a tomar algunas fotos, aunque fueran solo para colgarlas en mi pared»,
relató Yaro.Durante los días de campaña en California, que habían incluido un debate televisivo con McCarthy, los demócratas habían dado la mayoría de los discursos en el famoso hotel Ambassador, ubicado cerca del centro de Los Ángeles.
Hacia allá se dirigió Yaro.
El símbolo de la victoria
«No quería hacer una foto rutinaria, del público o de él dando un discurso. Quería una foto de Bobby Kennedy victorioso, distinta, de cerca», relató el fotógrafo.
Cuando llegó al salón del Ambassador, Yaro se encontró con una fiesta. Kennedy había vencido a McCarthy. Todos sus colegas esperaban impacientes unas palabras en aquel enorme y glamoroso recinto, mientras los partidarios del exfiscal celebraban alborozados.
«Alguien de su staff me dijo que Kennedy tenía que ir a otra parte del hotel y que el mejor lugar para tomarle una foto sería en la cocina, donde tendría que pasar de salida, así que evité la aglomeración del discurso y me fui para allá»,
dijo.
A las 12:05 de la medianoche del ya 5 de junio, agotado pero investido con el triunfo que le habían dado las urnas, Robert Kennedy se instaló en la tarima del salón para dirigirse a sus simpatizantes.
«Muchas gracias a todos, ahora vamos por Chicago (donde se iba a realizar la convención demócrata de ese año). Vamos a ganar allá. ¡Gracias!», dijo.
Sirhan Sirham
Sirhan Sirhan, de origen palestino, fue acusado de perpetrar el crimen.
Al revisar los registros visuales que existen de Bobby Kennedy es imposible no notar un gesto característico: peinarse con sus manos, los dedos entre el pelo justo arriba de la oreja. Un instante después de pronunciar sus últimas palabras en vivo, Robert Kennedy finalizó su aparición histórica con aquel gesto habitual: tomó el cabello que caía sobre su frente, se pasó la mano al descuido y se internó en la muchedumbre y después por un pasillo apretado donde iba encontrarse, sin saberlo, con Boris Yaro y con Sirhan Sirhan.
El callejón
«Había mucha gente en un espacio reducido, pero lo que más me preocupaba era que no había mucha luz para una buena foto»,
recordó Yaro.
«De un momento a otro, Robert Kennedy comenzó a caminar hacia nosotros. A mi lado estaba Bill Eppridge (de la revista Life). Le grité: ‘Bobby, Bobby’, pero él solo me entregaba una sonrisa con un gesto corto, nada muy llamativo».
De repente la tragedia se precipitó en aquel estrecho lugar: según el reporte de la investigación hecha por el Buró Federal de Investigaciones estadounidense, el FBI, cuando Bobby Kennedy le daba la mano a un miembro del personal de servicio del hotel, se escucharon seis disparos.
Lo primero que percibió Yaro fue la fragancia de la pólvora y por algunos segundos confundió el estrépito de los estallidos con un efecto festivo. Pero después la estampida de pánico de las personas que estaban a su alrededor lo devolvieron a 1963 y de inmediato pensó: «Oh no, no otra vez».
No podía ser que fuera otro Kennedy, otro asesinato. Recordaba el de John F. tal como lo había visto por TV cinco años antes.
«Recuerdo que vi a Sirhan Sirhan, que ya había sido detenido por varios hombres. Yo agarré el arma, pero estaba muy caliente, así que la solté y fue allí donde vi a Kennedy tirado en el piso, en medio del pasillo. Tenía que tomar la foto».
Lanzó el primer disparo. Click. Una mujer que estaba a su lado le tomó el brazo y le ordenó que no lo hiciera, que no siguiera tomando fotos. «¡Por Dios señora, esto es historia!», respondió y disparó varias veces más.En el suelo yacía moribundo Robert F. Kennedy, aspirante demócrata, hermano de un presidente asesinado, sostenido por Juan Romero, un joven inmigrante mexicano de 15 años que trabajaba como ayudante de cocina en el Ambassador.
-¿Están todos bien, verdad?- preguntó Kennedy mientras una mancha de sangre crecía bajo su cabeza.
-Sí, todo va a salir bien- respondió Romero.
«Había poca luz. Tenía una cámara Nikon T3 con un lente de 28 mm y decidí bajar la velocidad de exposición para tomar las fotos. No sabía cómo iban a salir, nunca pensé qué me iba a encontrar después».
Disparó, casi sin mirar disparó.
En el cuarto oscuro
Por algún truco de la luz, las fotografías de Yaro no reflejan la confusión y la angustia de aquel momento.
En cambio, se observa en ellas a un hombre que muere y a su lado al joven Romero que no está urgido por salvarle la vida, sino dotado de la calma necesaria para consolarlo en sus momentos finales.
Alrededor, las piernas inmóviles de personas que contemplan aquel instante. Y a su lado una corbata que parece fue arrebatada a alguien. Todo muy quieto. En paz.
Durante las investigaciones posteriores, Romero confesaría que, sabiendo que Kennedy era un católico confeso, le había puesto en la mano izquierda un rosario.
Uno de los disparos ejecutados por Sirhan había sido letal, pero la muerte tardaría en llegar: Kennedy agonizó durante 26 horas en el Hospital del Buen Samaritano de Los Ángeles.
Se lo declaró fallecido a la 1:44 de la madrugada del 6 de junio de 1968.
Solo dos meses antes, Kennedy le había dicho a la comunidad negra de la ciudad de Indianápolis, al difundirse la noticia de la muerte del líder afroamericano Martín Luther King, que debían permitirse dedicarse «a lo que los griegos escribieron hace muchísimos años: a dominar el salvajismo existente en el hombre y a volver apacible la vida de este mundo».
Yaro volvió a la redacción del diario, entregó el material y escribió una pequeña crónica de lo que había ocurrido.
«Cuando terminé todo, me encerré en el cuarto oscuro donde había revelado esas fotos y me puse a llorar. Realmente pensaba que Bobby iba a ser presidente».