Tiene tres pisos, un gimnasio y siempre hay un doctor a bordo. Pero conseguir un aventón en el Air Force One no es nada fácil. Solamente se permite que 13 periodistas acompañen al presidente de EE.UU. cuando viaja. Pero Jon Sopel, de la BBC, fue uno de los elegidos esta semana.
Como editor para América del Norte de la BBC en EE.UU. viajo muy a menudo. De un aeropuerto regional a otro y en aerolíneas estadounidenses en las que a lo más que uno puede aspirar es a un paquetito con cacahuetes.
Los estadounidenses vuelan por trabajo de la misma forma que los británicos toman trenes o autobuses. Y el servicio al cliente es prácticamente inexistente, por lo que la mayor parte del tiempo la experiencia no es particularmente agradable. Pero no en el Air Force One.
Aunque antes de describir el vuelo, necesito hablar del «pool» y de la «la burbuja».
Empecemos por el pool: el grupo de periodistas que viajan con el presidente. Como el espacio es limitado, en el avión uno no trabaja únicamente para su propio medio, sino para todos.
Todo el material es compartido y transmitido simultáneamente para que nadie tenga una ventaja. La burbuja, por su parte, es el campo de fuerza herméticamente sellado en el que uno opera.
Adentro de ella, uno es considerado «limpio». Fuera de ella, se está «sucio». Y por eso el día del vuelo todos nos reunimos en el hotel del presidente, con nuestras maletas.
Primero un perro las olfatea y luego dos agentes del servicio secreto las abren y examinan sus contenidos detenidamente, incluida la ropa interior sucia.
Después hay que pasar por un detector de metales y abordar un bus, que es parte de la caravana presidencial. Ya estamos en la burbuja. Un agente armado del servicio secreto nos es asignado. Se le conoce como «el vaquero» y nosotros somos su obediente rebaño.
Y también hay un encargado de prensa de la Casa Blanca que constantemente grita: «¡Pool de periodistas, hora de moverse!». Uno no puede abandonar la burbuja en ningún momento. Donde el presidente va, ahí va uno. Y al final de una jornada de reuniones con líderes del Golfo –para los que tuvimos muy buenos asientos– nos sumamos a la caravana presidencial que nos lleva hasta el aeropuerto militar, al pie del avión mismo.
No se necesita más seguridad: somos el pool «limpio» dentro de la burbuja.
A bordo
El principio que aplica dentro del avión es que todo el mundo puede moverse con libertad. Pero sólo hacia atrás del área donde uno tiene su asiento.
El presidente se sienta al frente del avión, lo que significa que puede ir a cualquier parte. Ahí él tiene una habitación, un gimnasio y una gigantesca sala de conferencias. Luego vienen sus principales asistentes y los funcionarios de mayor rango.
Después están los equipos de comunicación, en computadoras cifradas que garantizan que el presidente nunca está incomunicado, un puesto médico y su equipo de seguridad, el servicio secreto. Y si uno va más atrás, casi al final de la cadena alimenticia, ahí estamos nosotros.
No tengo tarjeta de embarque ni número de asiento, pero en la sección de prensa lo puedo identificar fácilmente gracias a una elegante tarjeta que dice: «BBC, bienvenida a bordo, Air Force One». Está ubicada sobre un confortable cojín con el sello presidencial. Y las sillas son mucho más grandes que las de la clase económica de un jumbo normal, pero no se convierten en camas. Y luego llega la hora de votar.
De votar por la película que se exhibirá en las dos pantallas gigantes: se eligió una de James Bond, por decisión casi unánime de los periodistas norteamericanos.
Chocolates presidenciales
Ahora, dije que estábamos casi al final. Y detrás de nosotros está la galería de popa y una cocina con un equipo de chefs con ingredientes frescos para preparar comida de verdad.
Tienen hornos y hornillas. No hay contenedores de aluminio ni carritos a la vista. Christine, la chef principal, es una antigua empleada de los servicios de inteligencia que habla casi perfectamente árabe. Pero quería viajar por el mundo, así que se unió a la Fuerza Aérea. Y ahora está en Air Force One. La comida se sirve en platos de porcelana adornados con la insignia del avión.
Y, ya que preguntan, la cena fue filet mignon, enslada de lechuga romana y pastel de queso. Las servilletas, por su parte, tienen el sello presidencial y la frase «a bordo del avión presidencial». Y más tarde, cuando estoy en el hotel, descubro con sorpresa que varias cayeron en mi maleta. ¡Se lo juro, oficial! El objeto más preciado, sin embargo, son las cajitas con chocolates M&Ms exclusivos del Air Force One, con sello presidencial y foto de Barack Obama.
Y antes de partir, me entregan un certificado, firmado por el capitán, diciendo que fui un huésped del presidente a bordo del Air Force One. Cuando llegamos al aeropuerto de Stansted, en Londres, no tengo que pasar por migración ni nada tan aburrido como eso. En su lugar hay tres helicópteros del cuerpo de marina, además del Marine One del presidente, esperando para transportarnos a la residencia del embajador en Regent’s Park, al lado del zoológico de Londres.
Y de ahí al centro de la ciudad hay como máximo 25 minutos. Siempre me había preguntado cuál era la mejor forma de llegar a Londres desde Stansted después de algunos de mis vuelos menos glamorosos. Ahora finalmente lo sé.