Enseñar al que no sabe es una gran cosa que, por cierto, alguien debiera aplicar a Zapatero del mismo modo que Rajoy está necesitando un buen consejo
Entre las Obras de Misericordia que aprendimos en el Catecismo cuando la educación convivía con la enseñanza, las siete espirituales y las siete corporales, la más perentoria de todas es la de dar de comer al hambriento.
El primum vivere deinde philosophari de los clásicos. Enseñar al que no sabe es una gran cosa que, por cierto, alguien debiera aplicar a Zapatero del mismo modo que Rajoy está necesitando un buen consejo.
Corregir al que yerra -Francisco Camps- es tan fundamental como perdonar las injurias -Ángel Luna- o consolar al triste -María Emilia Casas-; es decir, a los contribuyentes que ya sufrimos con paciencia los defectos del prójimo instalado en el poder y que, más o menos, rogamos por los vivos y difuntos. Pero nada de eso es posible con el estómago vacío.
Quienes venimos de los años del hambre recordamos todavía, con terror, una de las obras magnas de la Sección Femenina de Falange Española, el Auxilio Social, que, creado en Valladolid, en 1936, por la viuda de Onésimo Redondo, tantas hambres redimió hasta entrados los años sesenta y llegó a tener millares de cocinas y comedores en toda España.
Recuerda Manuel Martín Ferrand en ABC -«La tarta española«- las casas para pobres vergonzantes que, en pleno centro de Madrid, atendidas por las chicas del Servicio Social Obligatorio -la mili de las mujeres-, servían el almuerzo y la cena a quienes, castigados por los acontecimientos, evidenciaban un pasado mejor y, dignamente raídos, se alimentaban en esos hogares de prestado.
Parecía que aquella pesadilla se había ido para siempre; pero esta misma semana ha saltado a las primeras páginas de los periódicos, con todo pormenor, una información que pone los pelos de punta.
Cáritas, la solidaridad bien entendida, ha visto crecer en un ochenta por ciento las demandas de ayuda desde el inicio de la recesión y ha suministrado alimentos a más de un millón de personas.
Como en los años cuarenta y cincuenta, quienes aguardan para nutrirse en un comedor benéfico no son los pobres de solemnidad, los marginados de siempre; sino las clases medias venidas a menos, los parados de larga duración y familia corta, los autónomos con impagados y toda una larga lista de víctimas de las circunstancias.
Es una situación insostenible que requiere atención prioritaria. Da la sensación de que, desde la Transición, hemos elaborado una tarta con muchas guindas y adornos, pero sin bizcocho, ni nata, ni hojaldre, ni crema, ni nada de fundamento. Esto no funciona.