Algunas perplejidades

MADRID, 9 (OTR/PRESS)

El triunfo de la selección española y la consiguiente reacción de júbilo de la inmensa mayoría de españoles, en el fondo nos ha llenado de perplejidad. Es como si hubiéramos descubierto que somos capaces de lo mejor y que, además, ese triunfo ha sido la canalización de sentimientos que creíamos inexistentes. Y resulta que no, que somos capaces de ganar y que, además, no sólo no nos importa gritar eso de «somos españoles», sino que lo hacemos con gritos desgarradores envueltos en la bandera, en una bandera que siendo como es la de todos, está por ahí, escondida y tratada con un extraño pudor.

Carod Rovira, cuentan las crónicas, también debe estar perplejo, porque, al parecer, no contaba con que ese mismo sentimiento se hiciera visible en las calles catalanas. Para los nacionalistas, bien vascos, bien catalanes, este estallido del que ya se ocupan sociólogos y sicólogos, es un estallido al que se sienten ajenos. Naturalmente, tienen pleno derecho a emocionarse con lo que quieran; pero cuando se está en política, hay perplejidades que sólo se explican desde el desconocimiento, el sectarismo o la cortedad de miras. Cuando hoy veamos marchar al señor Montilla detrás de la senyera y flanqueado por la leyenda «Somos una Nación. Nosotros decidimos», al menos algunos también nos quedaremos perplejos, porque hasta donde alcanza la memoria no es ese el lugar de un socialista

En vivo y en directo, los responsables del PP muestran su perplejidad por los acontecimientos de Alicante y la llamativa –que no ilegal– detención del Presidente de la Diputación, señor Ripoll. No está entre los deberes constitucionales que los ciudadanos tengamos que saber todos los vericuetos legales, reglamentos policiales y artilugios procesales; pero es obvio que cuando los hechos acontecen de manera razonable, todos los entendemos maravillosamente. Falta un relato comprensible para todos de cómo se produjo esa detención; pero para salir de la perplejidad que producen los acontecimientos que desde hace mucho tiempo ocurren en la Comunidad Valencia, se hace imprescindible ese otro relato de cómo es posible que en esa Comunidad ocurran tantas cosas. La perplejidad que causan estos hechos sólo es comparable a la que produce el comprobar como en otras Comunidades nunca ocurre nada. Nada ocurre, al parecer en Andalucía, ni en Extremadura y cuando ocurre algo como en Cataluña, al final –y será por aquello del seny– es como si nada pasara.

Entre los Sanfermines y el júbilo por el excepcional comportamiento de la selección nacional en el Mundial de futbol, es casi de mal gusto salirse del guión que obliga a la alegría, al abandono de todo aquello que nos distraiga la atención. Pero ayer por la mañana la perplejidad se convirtió en punzada en el estómago. La protagonista del malestar es Shakine Ahstiani, una mujer persa de 43 años. Tiene dos hijos y su futuro más inmediato es morir lapidada porque, al parecer, engañó a su marido con otro hombre. Y digo «al parecer» porque esta confesión suya fue el resultado de los 99 latigazos que le destrozaron la espalda. Después de un extraño y siniestro recorrido judicial, como casi todo lo que ocurre en Irán, su vida ha sido sentenciada. Será enterrada hasta el pecho y los salvajes que se presten a ello le irán tirando piedras hasta que muera. ¿No es para quedarse perplejo? ¿No es para provocar el vómito, la ira y la vergüenza? Es obligada la presión internacional para evitar estos horrores. No hay nada que hablar con un régimen tan insoportable, ninguna gracia que reír a quienes se sienten reconocidos con esta forma de actuar. No evitaré nada, pero prometo que, en medio de tanto júbilo, me acordaré de Shakine Ahstiani y de su libro sagrado. «Quien salva a un inocente, salva a la Humanidad», dice el Corán.

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