LA MONJA NEYDA ROJAS NO LE TIENE MIEDO A LOS DISPAROS

La mujer que camina intocable por una de las violentas cárceles venezolanas

Por 17 años, la religiosa de la congregación española de las Hermanas Mercedarias se ha dedicado a trabajar con hombres y mujeres presos

La mujer que camina intocable por una de las violentas cárceles venezolanas
"Dios siempre perdona, hasta al más criminal" BBC

Los disparos se escucharon uno detrás del otro, como una ráfaga. La monja Neyda Rojas se movió rápidamente a mi lado con la intención de protegerme. Claramente más preocupada por mí que por ella misma.

En uno de los amplios patios de la Penitenciaria General de Venezuela (PGV), donde había varios internos caminando, unos jugando ping pong y otros simplemente parados, no pude ver quién disparaba.

«No se preocupe, madre», le aseguró con absoluta serenidad uno de los líderes de la cárcel. «Solo están ensayando unas armas, tranquila».

Minutos antes, el hombre, cuya condena supera los 15 años, se había detenido a saludarla.

Por 17 años, la religiosa de la congregación española de las Hermanas Mercedarias se ha dedicado a trabajar con hombres y mujeres presos en ese complejo penitenciario y pese a haber visto motines, enfrentamientos entre bandas, situaciones de secuestro, dice que no siente miedo.

«He podido presenciar en muchos momentos que la muerte está muy cerca, que a veces se toma la justicia por su propia mano, que hay leyes internas que a veces no entiendo», le dijo a BBC Mundo.

«Pero a mí no me toca juzgar eso. Eso le toca a Dios».

«Yo tengo la certeza de que contra mí no van a disparar jamás. Nunca harán nada en mi contra. De hecho, ellos me protegen», aseguró.

«Aquí se respeta lo que dice la madre. Ella nos enseña el poder de la palabra», me había dicho minutos antes el interno con quien nos encontramos en medio de aquella situación.

«Antes yo tenía el corazón chiquitico», me contó. «Pero ahora lo tengo grande (y abre los brazos), gracias a la madre».

La «gota blanca»

Neyda Rojas nació en el estado Táchira, en el oeste del país. Es licenciada en Educación, mención Educación especial.
Su vida como religiosa abarca 25 años.

Su misión «tras las rejas» comenzó durante su noviciado.

En 1986, empezó a visitar a las internas de una cárcel de Caracas.

Con 1,50 de estatura, piel morena, contextura delgada y unos lentes que nunca la abandonan, la carismática misionera camina intocable por los pasillos de la PGV.

La llaman «La gota blanca».

Normas internas

La PGV está ubicada al sur de Caracas, a unas tres horas en auto, en San Juan de los Morros, estado Guárico, la puerta a los idílicos llanos centrales venezolanos.

Fue construida en los años 40 para albergar a 750 reos y aunque no existen cifras oficiales, se estima que hoy hay unos 3.000 internos.
Al entrar sorprende la inmensa extensión de terreno y los espacios abiertos.

Solo el área agrícola, en donde los presos realizan trabajos agropecuarios, se calcula que tiene más de 200 hectáreas.

Hay talleres de herrería y carpintería y espacios para actividades deportivas, pero también hay un inmenso basurero y serios problemas de infraestructura que se agravan cuando no hay agua y el calor se vuelve inclemente.

La Guardia Nacional está a cargo de custodiar el exterior y aunque el penal tiene un director y personal del ministerio del Poder Popular para el Servicio Penitenciario que trabaja adentro, como en muchas cárceles de América Latina los presos imponen normas de convivencia interna.

Libertad y dignidad

«Buenos días, hijo. Dios me lo bendiga», dijo cuando el guardia nacional le abrió la reja en la mañana.

Con la misma alegría saludó a los dos jóvenes presos encargados de custodiar la entrada, quienes, pese a tener armas de fuego, frente a ella parecían desarmados: liberaron una mano para devolverle el saludo, sonrieron, le respondieron «Amén, madre» y la dejaron pasar.

A medida que avanzaba por los pasillos, se oía a los presos encargados de la seguridad del penal gritar: «Pónganse la camisa». Ese grito se regó como pólvora y todo aquel que tenía el torso descubierto corrió a taparse por respeto.

Por años, Rojas, de 52 años, fue una de las docentes del ministerio del Poder Popular para el Servicio Penitenciario en la PGV, cargo que tuvo que abandonar cuando fue reasignada a otra misión en otra ciudad.
Regresó a San Juan de los Morros y ahora trabaja como voluntaria, a la espera de que se formalice su reincorporación al equipo de docentes de ese penal, del que siempre se ha sentido parte y al que describe como una familia.

La misión de las hermanas mercedarias, me explica, es ser un signo de esperanza y amor en las cárceles.

Y es que pese a que el gobierno venezolano ha implementado reformas para «humanizar» las cárceles, organizaciones de derechos humanos han denunciado que algunos de los centros penitenciarios de ese país siguen estando entre los más violentos y hacinados de América Latina.

«Ellos han perdido su libertad, pero no su dignidad (…) Muchos están abandonados y no tienen a nadie, pero nos tienen a nosotras», señala la religiosa.

Y muchos presos lo retribuyen.

«Regresaré más tarde»

La mañana que entré a la PGV, participé en un taller ofrecido por Rojas sobre valores familiares en un salón de clases de paredes color beige.

Poco después de iniciado, desde el patio se oyó gritar a uno de los internos algo en clave. Los 13 reclusos que se encontraban sentados en los pupitres de madera se pararon y salieron a toda prisa.
Neyda Rojas no se inmutó. «No se vayan sin llevarse el cuaderno que les traje», les dijo con calma. Unos pocos se apresuraron para recogerlo; la mayoría no perdió ni un segundo y corrió a sus celdas.

Para los que vienen de afuera es difícil saber con certeza lo que sucede cuando los líderes hacen un llamado como el que aquella mañana interrumpió el taller.

La religiosa simplemente se quitó unos collares de flores de plástico y una falda de papelillos de colores que se había puesto sobre el hábito, agarró sus herramientas educativas y salió del salón.

«Regresaré más tarde, si Dios quiere», me dijo con la misma convicción y contagioso entusiasmo que parece poner en todo.

Anatomía animal y vegetal

La formalidad de Neyda y su compromiso con el bienestar de los internos le ha valido que la identifiquen como «La madre de la PGV».
En un mundo en el que el dinero y los contactos son algunas de las claves para sobrevivir, su trabajo es fundamental para aquellos que no tienen nada.

En su rol como docente del penal, ha enseñado a los internos diferentes materias educativas. Algunos de los alumnos han estado muy enfermos, con tuberculosis, sida, leucemia, esquizofrenia.

«A mí me encanta cuando aprenden a leer y a escribir porque se emocionan. Me dicen: ‘Madre ya sé leer y escribir. Ya sé poner mi nombre’. El hecho de que ese interno vaya a un juicio y pueda entender y leer lo que están diciendo de él y pueda firmar (es maravilloso)», cuenta.

Actualmente está preparando clases sobre anatomía vegetal y anatomía animal, pues no ha conseguido a nadie que quiera ir a la cárcel a enseñar esas materias. «Les da miedo entrar».

«Mi nena»

Hace más de 17 años, una de las reclusas del internado judicial de mujeres de San Juan de los Morros le entregó una caja de zapatos y le dijo: «Vea a ver qué hace con eso».
Cuando la monja examinó a la bebé que estaba adentro se dio cuenta de que tenía gusanos en sus partes íntimas.

La limpió y la llevó de inmediato al hospital. «¡Sálvela, por favor, sálvela! Yo necesito que la salve porque ella va a ser una mujer grande», le suplicó a la doctora.

La médica le confirmó el muy deteriorado estado de salud de la pequeña que había nacido pocos días antes: pesaba 700 gramos y su madre (la interna que se la entregó a la religiosa) tenía sífilis.

La religiosa iba cada tres horas al hospital y les pedía a las madres que amamantaban a sus bebés que una vez sus hijos quedaran satisfechos, le dieran «algo de sus pechos para mi nena».

Hoy en día cuando a la joven le preguntan por su madre dice que tiene tres: su mamá biológica, que murió en la cárcel, su mamá adoptiva y su «mamá monjita».

«A Dios le pido»

Superada la situación interna y tal como había prometido, aquel día la hermana Neyda regresó en la tarde a dictar su taller de «abrazo en familia».

Para ponerlos a todos de buen ánimo, puso a sonar la canción «A Dios le pido» del cantante colombiano Juanes.

La cantó con mucho entusiasmo y -muy disimuladamente- la bailó también.

«Usted es tan digno como el que tiene al lado», les dijo a unos 18 presos que la veían casi sin parpadear y que estaban sentados en pupitres haciendo un semicírculo.

Había varios parados en la puerta y tres se asomaron curiosos por la ventana desde afuera. «Yo creo en ustedes. Ustedes tienen nobleza de corazón».

Les habló de los valores familiares y de que sus hijos no tienen que pasar por lo que ellos han pasado, pues muchos de ellos no conocieron a sus padres, crecieron en las calles.

 

Y les habló de perdón, de solidaridad, de paz.

«Un día nos equivocamos. Metimos la pata en el barro, pero queremos salir de ahí, ¿verdad?», les preguntó.

Al terminar el taller, repartió un trozo de pastel a cada uno de los asistentes y les dio un vaso con una bebida gaseosa. «Para mí, es como una celebración en familia», me dijo.

Al final de la jornada dentro del cárcel, la vi irse con su paso ágil mientras tarareaba:

«Un segundo más de vida yo

A Dios le pido

Que si me muero sea de amor

Y si me enamoro sea de vos

Y que de tu voz sea este corazón

Todos los días a Dios le pido»

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