«¿No sabes lo que pasó en este edificio?».
Esta pregunta me la hizo a finales de octubre un amigo mientras almorzábamos en el departamento que yo había alquilado a través de internet para pasar unos días visitando Bogotá.
La expresión seria de su cara me hizo entender en seguida que no se trataba de nada bueno.
«En el departamento del piso de arriba encontraron muerta a la niña Yuliana Samboní».
No necesité que me diera más detalles.
Hace un año, el 4 de diciembre de 2016, la menor indígena de origen humilde fue secuestrada, violada y asesinada por el arquitecto de 38 años Rafael Uribe Noguera, perteneciente a una conocida y acaudalada familia bogotana.
Fue un «momento de locura causado por las drogas»: arquitecto confiesa el crimen de la niña colombiana Yuliana Samboní y espera sentencia
El crimen, que sacudió a la sociedad colombiana como pocos antes, ocurrió en el barrio de Chapinero Alto, una de las zonas de moda en el norte de Bogotá, en la que en los últimos años se han abierto numerosos bares, tiendas y restaurantes de esos que aparecen en las guías para turistas.
En las semanas posteriores al asesinato mucha gente se acercó a la puerta de entrada del edificio -construido hacía apenas tres años por la propia familia de Uribe Noguera- para dejar flores, velas y carteles en recuerdo de Yuliana.
Debido a la gran repercusión que tuvo el caso en la opinión pública, el asesinato de Yuliana supuso un desafío sin precedentes para las autoridades.
Al día siguiente de producirse el crimen, tras hacerse públicas las identidades de la víctima y de su asesino, surgió un clamor popular exigiendo que se hiciera justicia, con miles de ciudadanos pidiendo en la calle y en las redes sociales que la muerte de la niña no quedara impune.
Muchos creían que Rafael Uribe Noguera -un hombre apuesto, soltero y de buena familia- podría eludir su responsabilidad, como había sucedido en el pasado en Colombia en tantos otros casos que involucraban a personas de clase alta «bien conectadas».
El hecho de que se señalara a los hermanos del asesino -Francisco y Catalina- como encubridores (todavía deben ser juzgados) y que el guarda de seguridad del edificio en el que murió Yuliana se suicidara en extrañas circunstancias a los pocos días de la muerte de la niña, no hizo sino aumentar los temores de que no se llegara a esclarecer lo sucedido.
El escrutinio sobre la labor de las autoridades en las horas y días posteriores al asesinato fue tal que hasta el presidente colombiano Juan Manuel Santos -en cuyo círculo cercano se encontraban personas vinculadas a los Uribe Noguera- se pronunció para condenar lo ocurrido y exigir justicia.
Muchos vieron en este caso una batalla entre dos países.
Por un lado, la «vieja Colombia», en la que, como todavía sucede en muchas otras naciones de América Latina, las clases pudientes, gracias a su cercanía con el poder, hacen y deshacen a su gusto, y actúan con impunidad, cerrando filas para proteger a los suyos.
Por el otro, la «nueva Colombia», un país que, tras más de medio siglo de conflicto armado y pese enfrentar todavía grandes problemas de violencia y desigualdad, se encuentra en plena transformación política, económica y social.
Pronto quedó claro que la ciudadanía no iba a permitir que el crimen de Yuliana quedara impune.
Secuestrada y asesinada
En la mañana del domingo 4 de diciembre de 2016, Rafael Uribe Noguera salió en su camioneta de su residencia en el barrio de Chapinero Alto en dirección a Bosque Calderón, una humilde barriada de construcciones informales situada a unos pocos kilómetros de distancia.
Al llegar allí, aparcó, abrió la puerta de su auto y entabló conversación con Yuliana Samboní, quien estaba jugando en la calle junto a su primo.
La niña de 7 años vivía en ese lugar con su hermana pequeña y sus padres -Juvencio y Nelly-, quienes meses atrás habían decidido mudarse a la gran ciudad desde el empobrecido Departamento del Cauca -en el oeste del país- en busca de una vida mejor.
Tras intercambiar unas palabras, Uribe Noguera agarró a la Yuliana por el brazo y la introdujo a la fuerza en su camioneta, abandonando el lugar a toda velocidad.
Nada más producirse el rapto, los familiares de la pequeña contactaron a la policía, que inició una extensa operación de búsqueda.
Gracias a las descripciones de vecinos de Bosque Calderón y a las grabaciones de unas cámaras de seguridad, se pudo identificar al dueño del automóvil en el que la niña había sido secuestrada.
Las indagaciones que se realizaron en las horas posteriores llevaron a la policía hasta un apartamento propiedad de Rafael Uribe Noguera en el edificio Equus 66, situado en Chapinero Alto.
No se trataba de la vivienda habitual del arquitecto, que quedaba a unas pocas cuadras, sino de un departamento dúplex de su familia que se encontraba vacío y en proceso de arriendo, en el que en la noche del domingo 4 de diciembre se halló el cuerpo sin vida de Yuliana.
Según reveló la autopsia, había sido violada, torturada y asfixiada hasta la muerte.
Pero Rafael Uribe Noguera, quien no contaba con antecedentes penales, no estaba en la escena del crimen.
Internado en una clínica
Horas antes se había trasladado en un taxi junto a su hermano Francisco -abogado que trabajaba en uno de los bufetes más conocidos de Bogotá- a una clínica privada por sufrir una aparente sobredosis de drogas.
Fue en esa clínica en la que dos días después, postrado en su cama y llevándose las manos a la cabeza, Uribe Noguera oyó los cargos que las autoridades presentaron en su contra: secuestro simple, acceso carnal violento, tortura y feminicidio agravado.
Las pruebas eran contundentes. Además de las grabaciones de las cámaras de seguridad que mostraban a la pequeña Yuliana con vida en el interior del vehículo del arquitecto, se hallaron en el auto de este y en su departamento prendas de la víctima y restos de su ADN en el cuerpo de la pequeña.
Con el paso de los días se fueron conociendo otros detalles del caso, que apuntaban a que Francisco y Catalina Uribe podían haber ayudado a su hermano a alterar la escena del crimen y a eliminar pruebas -como los mensajes de texto del celular del sospechoso-, lo que hizo aumentar la indignación popular.
También se hicieron públicos detalles de la vida personal de Rafael Uribe, quien, según algunos relatos, era dado a los excesos con el alcohol, las drogas y las mujeres.
Tras ofrecer diferentes versiones de lo ocurrido, a mediados de enero de 2017 Rafael Uribe Noguera se declaró culpable y tres meses después fue condenado a 51 años de cárcel, pena que a principios de noviembre le fue aumentada hasta los 58 años.
Un año después de la muerte de Yuliana, sus padres, quienes hace meses regresaron al Departamento del Cauca, esperan todavía recibir una compensación económica de parte de la familia Uribe Noguera.
Dos países
«En este caso, por los detalles que se conocen, parece que la familia de Uribe Noguera pensaba que estaba en la vieja Colombia», me cuenta el periodista colombiano de BBC Mundo Juan Carlos Pérez Salazar.
«Colombia es un país muy clasista. En grandes ciudades como Bogotá el poder se acumula en unas pocas familias y la gente que pertenece a esas familias está acostumbrada a manipular la ley».
«Hay un dicho muy viejo en el país que dice que ‘la justicia es para los de ruana’, que son los campesinos. O sea, que solo se aplica la justicia a la gente pobre».
«En este caso había detalles que apuntaban a que podía haber impunidad y que hacían pensar que la familia del asesino creía que estaba por encima de la ley».
«Hace 20 o 30 años posiblemente hubieran logrado que el acusado saliese libre. (…) Pero este fue un asesinato muy simbólico y muchos ciudadanos y medios lo siguieron con atención, lo que hizo que hubiera un escrutinio importante sobre la justicia y que esta finalmente terminara condenando a Uribe Noguera».
«Yo no recuerdo un caso parecido, resuelto con esta rapidez y contundencia».
Pérez Salazar cree que esto demuestra que «pese a los grandes problemas de desigualdad, violencia y clasismo que todavía existen, Colombia es de alguna manera un país nuevo que está en proceso de cambio».
Para el periodista de BBC Mundo, este caso también es un reflejo de dos de los grandes males que todavía aquejan a Colombia, como son el racismo y el machismo.
Niños desprotegidos
La muerte de Yuliana Samboní vino a engrosar la larga lista de feminicidios que se producen cada año en Colombia, la mayoría de los cuales -hasta un 90%, según cifras oficiales- quedan impunes.
El hecho de que la víctima de Rafael Uribe Noguera fuera una niña de tan solo 7 años de edad también puso de relieve otro grave problema al que tienen que hacer frente las autoridades: el de la violencia contra los menores.
«Alrededor del 2,5% de asesinatos en el país tiene a los niños como víctimas. Eso significa que hay muchas más Yulianas de las que no se habla», explica Luz Alcira Granada, responsable de derechos de la niñez en Colombia de la organización Save the Children.
«Hay muchos casos que lamentablemente quedan en el anonimato y no son juzgados como indica el Código de la Infancia y la Adolescencia que se aprobó hace una década. A veces porque no hay denuncias y en otras ocasiones porque el sistema es lento, no opera con la celeridad necesaria».
Para la representante de Save The Children, en el caso de Yuliana se logró hacer justicia «gracias a la presión de los ciudadanos, los medios y las organizaciones sociales».
«Lo triste es que se perdiera una vida como la de Yuliana, una vida sesgada por un hombre que creía que podía hacer lo que quería porque era una niña pobre e indígena. Pero su caso sentó precedente y esperamos que sirva para que haya justicia para otras niñas».
Hermanos a juicio
La atención está ahora centrada en el juicio al que se someterán los dos hermanos del asesino, quienes están acusados de ocultamiento de material probatorio y favorecimiento de secuestro.
Según la fiscalía, el día del crimen, Francisco y Catalina Uribe en un principio, no alertaron a la policía de que su hermano podía encontrarse en el departamento familiar en el que se halló el cuerpo de Yuliana.
Además, estuvieron en ese departamento durante cerca de dos horas junto al arquitecto mientras la policía intentaba localizarlo, hasta que lo trasladaron a una clínica privada, momento en el que informaron a las autoridades de su paradero.
El hecho de que se borraran del teléfono del sospechoso aplicaciones de mensajería y cuentas de redes sociales es, según la fiscalía, una evidencia de que los hermanos Uribe Noguera trataron de eliminar pruebas de lo sucedido.
Su defensa niega estos señalamientos y asegura que en el momento en el que su hermano Rafael les confesó lo que había hecho, lo pusieron en conocimiento de la policía.
«No hay duda de que la forma de actuar los hermanos generó y sigue generando muchas sospechas», explica Ernesto Cortés, editor del diario colombiano El Tiempo.
«Ambos son abogados y conocen el mundillo que se mueve tras los estrados judiciales y eso generó mucha inquina».
Según Cortés, en este caso todavía hay un eslabón perdido, que es saber «qué sucedió con el vigilante del edificio que se suicidó una semana después del crimen».
«Las circunstancias en las que murió son extrañas, sobre todo porque era un testigo clave».
«La familia (del vigilante) ha dicho que estuvo muy presionado, que hubo amenazas de implicarlo y mandarlo a la cárcel si no contaba la verdad».
Sobre el impacto que el caso de Yuliana tuvo en la sociedad colombiana, Cortés reconoce que la presión ciudadana contribuyó a que se hiciera justicia, aunque señala que esa presión no existe en muchos casos similares que no reciben la atención de los medios.
«Este caso también se volvió mediático porque es la típica historia de novela, del niño rico que se aprovecha de una niña pobre y la asesina, y después se hace justicia y ese es el cuento perfecto. Ha habido casos más aberrantes en el país pero de esos no se dice nada, porque ocurren en zonas remotas y con protagonistas que no son tan atractivos».
«Creo que Yuliana, como otras mujeres y niñas que han sido violentadas en el pasado, pasará a convertirse en un símbolo, en una figura a la que vamos a recurrir cuando hablemos de crímenes emblemáticos, pero no creo que (su caso) haya producido un cambio, excepto por la rapidez con la que se condenó al asesino».