Madres, hijas, hermanas… Ellas huyeron del hambre en Venezuela. A falta de papeles para trabajar legalmente terminaron en bares sórdidos de Colombia donde, entre lágrimas y asco, se prostituyen y ahorran cada peso para enviarlo a sus seres queridos. ( ‘First Dates’: Una comensal deja patidifusa a su pareja con su defensa del porno y la prostitución)
Alegría es profesora de historia y geografía, pero trabaja en un burdel. En la Venezuela de la hiperinflación y la crisis económica su salario de 312.000 bolívares (menos de un dólar) ya no alcanzaba «ni para comprar unas pastas», dice esta migrante de 26 años.
En febrero cruzó, como cientos de miles, a Colombia. Durante tres meses fue mesera en Arauca (este) a cambio de comida y alojamiento, pero sin pago. «Lo que mandaba a mi hogar eran las propinas», cuenta a la AFP. Hasta que le quitaron incluso esos pequeños montos. Seis de sus allegados, incluido su hijo de cuatro años, sobreviven en su tierra gracias a ella.
Entonces llegó a Calamar, en el Guaviare, un caserío selvático en el sur de Colombia marcado por seis décadas del conflicto armado. Corredor de cocaína, el departamento también es un bastión de disidentes de la ex guerrilla FARC y de narcos del Clan del Golfo.
Alegría, un apodo que eligió con ironía, se prostituye junto a otras nueve mujeres en uno de los bares de la zona de tolerancia de este pueblo polvoriento de 3.000 habitantes. Unas 60 compatriotas ejercen la misma labor aquí. (La actriz porno Amarna Miller carga contra la Guardia Civil por un tuit sobre prostitución y la monta gorda)
El «rato» cuesta entre 37.000 y 50.000 pesos (11 a 16 dólares), de los que le da 7.000 (2,3 dólares) al dueño del establecimiento. Las «noches buenas» ganan de 90.000 a 300.000 pesos (30 a 100 dólares). El salario mensual en la desvalorizada moneda venezolana equivale a 29 dólares.
Migrar con las manos vacías
«Nunca nos pasó por la mente prostituirnos. Lo hicimos en base a la crisis», dice Joli, de 35 años, con la voz entrecortada. En 2016 perdió su trabajo como repartidora de periódicos en Venezuela. «¡No había más papel para imprimirlos!»
Confiando sus tres hijos a su madre, fue de ciudad en ciudad, de un trabajo a otro. Sin pasaporte, Joli, otro sobrenombre, saltó la frontera sin maleta, solo con la ropa que tenía puesta.
Cerca de 1,9 millones de venezolanos emigraron desde 2015, la mayoría a países de la región, cuando se agudizó la crisis, según la ONU.
Joli perdió «de un infarto, por falta de medicamentos», al hombre con el que iba a casarse. El padre de sus hijos también falleció de insuficiencia renal en Venezuela.
En Colombia, «me vi entre la espada y la pared», cuenta. «Por mi tono de voz, me cerraban la puerta en la cara».
Sin trabajo, optó por «venderse» en Bucaramanga (noreste), a 575 kilómetros de Calamar, donde desde junio trabajaba su sobrina Milagro, de 19 años.
«Al principio me sentía súper mal», dice Milagro. Pero persistió ante la falta de una mejor alternativa para ayudar a sus hermanos, su bebé de dos años y su madre enferma, que luego falleció.
Les cuesta ocultarle la verdad a sus familias. «Ellos no saben a qué me dedico, ni siquiera mi mamá. Sacrificó cinco años de su vida trabajando para darme una educación. (…) Sería muy detonante (duro) para ella», explica Alegría.
Ella les dice que trabaja en una panadería. Sueña con enseñar en Colombia, pero sin pasaporte es una utopía. Enferma de mentir, buscó ayuda psicológica en el equipo de emergencia de Médicos del Mundo (MDM) enviado a Calamar.
Sexo sin condón
Por su situación y la presencia de hombres armados en la zona, entre otras razones, estas mujeres sufren de «ansiedad, episodios depresivos, síntomas de estrés postraumático«, apunta Jhon Jaimes, psicólogo de la ONG.
El clima tropical las expone a «infecciones, a dengue, malaria», agrega. Aparte del riesgo de enfermedades venéreas, varias quedan embarazadas porque algunos clientes les exigen tener relaciones sin protección.
En el hospital temporal de MDM, una especialista las cura, les pone implantes anticonceptivos y las aconseja. Algunas se derrumban. Se escuchan sollozos.
La ONG también les entrega alimentos, productos de higiene y preservativos. Con sus paquetes bajo el brazo, regresan por la trocha. Y de nuevo a laborar.
En el calor húmedo se preparan frente al espejo del burdel. Se alisan el cabello, intercambian labiales y polvos de maquillaje. Se enfundan minishorts, pequeños tops y sandalias de plástico.
Madre de tres hijos, Patricia, de 30 años, también comenzó esta vida en Arauca. Fue una pesadilla: un cliente borracho la golpeó, violó y sodomizó. «Hay clientes que te tratan mal y eso es horrible», murmura. «Todos los días pido a Dios que sean buenos».