Gillian Genser estuvo cerca de morir a causa de su gran pasión: La escultura. Al inicio de su trayectoria, en 1991, hacía sólo con materiales naturales. Primero con cáscaras de huevo. Después, comenzó a modelar con huesos de animales, coral y plantas secas. (Presentan en Río una escultura dedicada a los sin techo donada por el Vaticano)
Hace unos 15 años, comenzó a trabajar en una escultura del primer hombre, Adán, hecha con conchas de mejillones. Las conchas llegaban desde la costa Atlántica de Canadá y ellas las compraba a granel en el Chinatown de Toronto.
«Mi trabajo era un mensaje ambientalista. Es reconsiderar cuál debería ser nuestra primera percepción del ecosistema, más que la de que tenemos dominio sobre el resto de los animales», contó a The Washington Post.
Genser les cocinaba mejillones a sus amigos dos o tres veces a la semana y luego trabajaba con los restos de la comida. La artista pasaba hasta 12 horas por día escarbando y lijando las conchas para darle forma al cuerpo de Adán.
Fue entonces, que empezaron los síntomas.
Comenzó a sufrir de dolores de cabeza y vómitos. Enseguida los síntomas se volvieron más extraños. Se sentía agitada. Se despertaba y casi no podía moverse. Comenzó a perder la audición de uno de sus oídos. Sus músculos se agarrotaban y sus habla se trababa. (Inauguran esta irreconocible escultura de Mohamed Salah)
Genser visitó a una enorme cantidad de especialistas: neurólogos, reumatólogos, endocrinólogos… ninguno parecía acertar en el diagnóstico.
Cuando los médicos le consultaban si trabajaba con algún material tóxico, ella respondía tranquila que no, que sólo lo hacía con elementos naturales.
«Los síntomas empeoraron. Después de algunas horas picando conchas de mejillones, quedaba inmovilizada. Me dolían los músculos. Las manos se me acalambraban cuando tomaba mis herramientas. Me volví combativa y fatalista, declarando que mi vida se estaba acabando. Mi esposo temía dejarme sola en casa, porque creía que cuando regresara me iba a encontrar colgando ahorcada del candelabro», contó a la revista Toronto Life.
Un día, en 2013, después de realizar una limpieza del sistema de ventilación de su casa, cayó en cama con terribles dolores corporales. Comenzó a sentir desorientación y pérdida de memoria.
Comenzó a olvidar nombres y proferir insultos cuando caminaba por la calle. Consultó a un psiquiatra, que tampoco pudo dilucidar el origen de sus comportamiento errático. Probó toda clase de medicamentos: antidepresivos, antipsicóticos, tanquilizantes… «Creí que me estaba muriendo, pero quería terminar mi escultura de Adán antes», confesó.
En 2015, finalmente, un especialista le realizó un examen de sangre y descubrió que tenía altísimos niveles de arsénico y plomo. Quedó estupefacta. ¿Cómo había sucedido eso?
Entonces habló con un profesor especializado en invertebrados del Museo Real de Ontario. El hombre se horrorizó cuando ella le contó que llevaba años trabajando con conchas de mejillones. «¡La gente no sabe lo venenosas que son estas cosas!«, le dijo. Las conchas y los huesos acumulan muchas de las toxinas de su ambiente.
Nunca se le había ocurrido que el Adán, la obra a la que tantas horas de su vida le dedicaba con pasión, era la causa de la profunda intoxicación de su organismo. «Mi cuerpo se estaba llevando un profundo mensaje sobre el envenenamiento que estamos causando en nuestro planeta».
Los mejillones acumulan toxinas como el arsénico y el plomo en sus años de vivir y alimentarse en aguas contaminadas. Al tocar las conchas y respirar el polvo de su trabajo, parte del metal ingresaba a su cuerpo.
Cuando lo supo, comenzó a abandonar su trabajo con las conchas, pero antes terminó el Adán.
«No podría haberlo dejado inconcluso. Todo el sufrimiento hubiera sido para nada», contó. Ahora llama a su obra terminada «Mi hermosa muerte».
Ya no trabaja con conchas, pero su salud no se recuperó totalmente. Todavía sufre nauseas y problemas de memoria y tiene altos riesgos de padecer enfermedades neurológicas como parkinson o alzheimer.
A pesar de todo, no guarda ningún resentimiento contra los mejillones, sino que su historia personal ha aumentado su conciencia ambientalista. «Me detengo a pensar en los mejillones y cómo no pueden dejar su habitats contaminados en donde hemos arrojado tanto veneno. Me dan mucha pena», dijo.
Y concluyó: «Nosotros le hicimos esto a ellos, no es algo que ellos me hayan hecho a mí».