Historias insólitas

Norma Bastidas: El vía crucis de una méxicana víctima de trata sexual en Japón

Salió de México soñando con un futuro como modelo, pero terminó viviendo una pesadilla.

Norma Bastidas: El vía crucis de una méxicana víctima de trata sexual en Japón
Norma Bastidas

Poco tiempo después de llegar a Tokio, Norma Bastidas pasó a ser propiedad de un bar y más tarde de un jefe de la mafia. (La megaestafa de Uruguay: Prostitución, extorsión, cocaína, autos de lujo, hoteles y mucho dinero)

Perdió el control de su vida y fue sometida a abusos sexuales en un país muy lejano del suyo. Y muy distinto. (El misionero denuncia la prostitución infantil: «Niñas con el ano destrozado, con la vagina destrozada…»)

«Cuando pienso en eso, evoco la desesperación, la soledad de saber que no le importas a nadie, que no hablas el idioma, que no puedes pedir ayuda, que estás atrapada«, me dice desde su casa en Estados Unidos.

Norma fue víctima de trata con fines de explotación sexual en Japón en la década de los 80.

«Cuando me atreví a contárselo a una compañera (en un club de streepers), se rió y me dijo: ‘¿Y a qué crees que venías? Vienes de México y no tienes dinero ¿no? Esta es una gran oportunidad'».

«Uno siente que no tiene ninguna esperanza, que no hay salida».


La oferta

A Norma le llegó una oferta de modelar en la nación asiática a través de «una persona conocida: una amiga de una amiga».

Otras jóvenes de su comunidad también fueron invitadas.

«Nos dijo que mandáramos unas fotos en bikini para que una agencia de modelaje nos encontrara empleo allá», recuerda.

«Nos contó que ella misma había trabajado para una agencia. ¿Cómo iba a desconfiar? Era una persona de bajos recursos como nosotras».

«No tengo pruebas para afirmar que ella sabía lo que me depararía en Japón, no lo creo. (La trata) Es una red que se aprovecha de mucha gente».

«Otras muchachas que fueron a Japón dijeron que no les sucedió nada, pero a mí sí».

«La bienvenida»

Tras la muerte de su padre, Norma siempre trató de ayudar a su madre y sus cuatro hermanos.

«Mi mamá me decía muerta de miedo: ‘No sé a lo que vas, pero la necesidad es tan grande. Espero que sea algo de bien porque necesitamos el dinero».

En menos de tres meses, sus empleadores gestionaron en México su pasaporte, su visa y le confirmaron que había sido «aceptada por la agencia» y que sólo en ocasiones iba a trabajar en un bar como anfitriona o edecán.

«Sólo tendrás que darle la bienvenida a los clientes. Nada más», le aseguraron.

Era el año de 1986 y Norma, con 19 años, partió con una amiga. «Nunca había salido del país, siempre había estado con mi familia», me cuenta.

Lee más sobre la trata de mujeres latinoamericanas en Japón aquí

Además de la necesidad económica, buscaba dejar atrás un pasado marcado por el abuso sexual que sufrió a manos de un familiar cercano.

«La transacción»

«Recuerdo que llegando allá…» Se le quiebra la voz. «Nos separan y nos dicen: ‘Tú te vas con esta persona y tú, conmigo».

La persona que la contrató en Japón, que hablaba español, la llevó a un club para hombres.

«Aquí vas a trabajar, no te preocupes, son buenas personas, se van a hacer cargo de ti. Nos vemos en pocos meses», le dijo. «En ese momento no lo sabía, pero ahora sí entiendo lo que sucedió: pasé a ser propiedad de ese bar. Así se hizo la transacción».

Los dueños del local -entiende- compraron el contrato que ella había firmado con la agencia de modelaje.

No volvió a ver su pasaporte y apenas escuchó de nuevo el español.

Como una condena

Después se enteraría de que su visa era de un tipo que se otorgaba para trabajar en el mundo del entretenimiento como bailarina.

«No tenía la menor idea de eso, no hablaba japonés», me indica.

Ese no era el trabajo que había aceptado, pero a los 19 años, por inexperiencia o simple juventud, lo asumió como una condena que tenía que cumplir.

«Pensaba que no podía decir: ‘Me engañaron para trabajar en un bar’ cuando yo había firmado papeles y ayudé a que se procesara mi visa en la embajada. Sentí que me había sentenciado yo sola».

«Como mujer y como mexicana, me enseñaron: ‘Sé niña buena, no te quejes mucho, no pidas mucho, esta es una buena oportunidad, no incomodes a los demás, no seas histérica».

La otra explotación

Le indicaron que en el club siempre tenía que estar con los clientes, «tipo Playboy», y la llevaron a vivir a un departamento.

«Al principio, había personas que nos trasladaban (en automóviles) a todos los sitios, nos acompañaban a comprar comida, nos recogían en el departamento y nos llevaban al bar y viceversa».

«Era una rara mezcla de vigilancia y cuidado», me explica.

«Lo hacen para ganarse tu confianza y te vuelves como un niño, no puedes hacer nada sola (…) Dependes de ellos porque estás aislada y no tienes nada de dinero, es una ciudad inmensa, con otro idioma, un alfabeto totalmente diferente. En esa época no había celulares ni redes sociales. Sin ellos no tenía manera de sobrevivir».

Hubo algo más de ese mundo que le llamó la atención:

«Todo se veía con tanta clase, la gente estaba muy bien vestida, se expresaban con educación y modales».

«Eso es lo que hace tan exitoso este tipo de explotación: no coincide con lo que te enseñan, con lo que ves en las películas: que unos hombres que se ven malvados usan la violencia para secuestrarte, para arrancarte de tu hogar».

«No es como en el cine que te encadenan, sino que (desde el principio) estableces una relación de dependencia con ellos. Los necesitas para absolutamente todo, para comer, para moverte».

Una escort

Un día, la mama-san, que es la mujer de mayor edad a cargo del bar y, en muchos casos, de las geishas y las trabajadoras sexuales, le ordenó irse con uno de los clientes.

«Vi cuando alguien ofreció dinero por mí», evoca. «Pasé a ser propiedad de un cliente prominente», me cuenta. Se trataba de un jefe de la mafia.

«Te llevan a los mejores hoteles, te recogen en un club elegante, te buscan en limosina».

«Muchas veces se trataba de ir a un hotel. Otras veces tenía que ser su escort y debía acompañarlo a eventos sociales».

Así pasaron meses.

«Miedo enorme»

Después de un tiempo, Norma empezó a tener cierta libertad para entrar y salir del departamento y para llegar al bar por su cuenta.

«Me tenían muy bien adoctrinada».

«Iba sola y jamás falté. Es algo que no puedo explicar. La explotación, la trata, es mental, es un control mental», me dice.

«Mucha gente cree que uno elige ese tipo de vida, pero eso no fue lo que yo escogí. Sucede cuando una persona con poder se le impone a otra que es vulnerable y que no tiene capacidad de decir que no».

«Te empiezan a presionar (para que hagas cosas que no quieres) y desarrollas un miedo enorme. A mis 19 años no estaba preparada para lo que me sucedió».

«Aunque podía salir, no tenía dinero para irme, no tenía nada».

La deuda

Norma asegura que cuando firmó el contrato le dijeron que al final le darían «su dinero». «No era mucho, pero para mí, en mi situación, sí lo era».

«Yo lo necesitaba para devolverme y poder ayudar a mi familia. Me prometieron que una vez pagara mi deuda, me lo darían».

La «deuda» que Norma y muchas víctimas de trata contraen con sus traficantes abarca gastos como trámites de pasaporte y visas, boleto(s) de avión, vivienda, alimentación, transporte…

De hecho, Urmila Bhoola, relatora especial sobre las formas contemporáneas de la esclavitud de Naciones Unidas, dijo en 2016 que «la servidumbre por deuda sigue siendo una de las formas más prevalecientes de esclavitud moderna en todas las regiones del mundo, pese a ser prohibida en el derecho internacional».

Norma vivió situaciones extremas.

En una ocasión cuando regresaba sola del bar a su casa fue atacada sexualmente en la calle por un desconocido.

Horas después, con la ayuda de una compañera que hablaba español e inglés, hizo la denuncia en la policía.

«Me interrogaron y me hicieron pruebas pero cuando se dieron cuenta de que estaba trabajando en un bar, empezaron a dudar de lo que decía (y a cuestionar cómo iba vestida cuando ocurrió el ataque), me preguntaron si es que no conocía al hombre, si no era un cliente, si me había dado dinero».

La policía no hizo nada.

«No me ayudaron. Fui una sola vez y jamás regresé a pedir ayuda. Si en eso no me creyeron, cómo me iban a creer (que me estaban tratando) cuando había papeles firmados por mí».

La estrategia

El tiempo de Norma en el bar tenía los días contados. «Aprendí a poner el dolor a un lado y me dije: ‘Tengo que buscar la manera de salir de esto'».

Con las propinas que recibía, se puso a estudiar como una estrategia de supervivencia.

La escuela de idiomas donde se registró la ayudó a gestionar una nueva visa. «Yo creo que ellos intuyeron el problema, siempre se los voy a agradecer», me dice.

Su esfuerzo dio frutos: aprendió japonés, consiguió otros trabajos y cumplió su sueño de modelar y actuar.

«Mi vida cambió totalmente», afirma.

Un poco después, Norma conoció a quien sería su esposo y, junto a él, se fue a vivir a Canadá.

Tuvieron dos hijos, pero la relación no funcionó y se divorciaron.

Las secuelas de lo que vivió en Japón la siguieron por muchos años. Algunas aún la persiguen, como el estrés postraumático.

«Por mucho tiempo, por años, me culpé. ¿Cómo pude ser tan tonta? Retrocedía y veía las oportunidades que tuve de escapar y no lo hice. Tuve bulimia, anorexia, me quemaba los brazos con cigarrillos».

«Fue un odio muy grande el que sentí», me confiesa entre lágrimas.

Correr y correr

Cuando uno de sus hijos empezó a perder la vista a los 11 años, sintió que el mundo otra vez se le venía encima.

Había perdido su empleo y estaba sola a cargo de sus dos niños.

Conocer la enfermedad de su hijo, distrofia de conos y bastones, la hizo regresar de un golpe a su infancia, cuando fue víctima del abuso de su abuelo.

«¿Cuántas veces tengo que empezar desde cero?«, me preguntaba.

El alcohol ya no era una vía escape, así que empezó a correr intensamente en las noches para lidiar con el estrés y la ansiedad.

Se inscribió en maratones y competencias para recaudar fondos para organizaciones de caridad que apoyaban a pacientes e investigaban la cura de la enfermedad degenerativa de su hijo.

La ayuda de los programas sociales canadienses también le empezó a llegar y otra vez su vida comenzó a cambiar.

Un récord contra la trata

En 2009, asumió el reto: «777 Run for sight» («777 Carrera por la vista»): corrió 7 ultramaratones en 7 continentes en 7 meses.

Recaudó miles de dólares y se convirtió en la mujer más rápida en culminar ese desafío.

En 2011, fue seleccionada como una de las protagonistas del documental de la presentadora estadounidense Oprah Winfrey: «Extraordinary moms» («Mamás extraordinarias»), en el que también figuraron Hillary Clinton y la premiada periodista británica Christiane Amanpour.

En 2014, rompió el récord mundial Guinnes al culminar el triatlón más largo del mundo.

Nadó, pedaleó y corrió 6.054 kilómetros durante 65 días para visibilizar el problema de la trata y honrar a sus sobrevivientes.

El trayecto que escogió es una de las rutas de tráfico de personas más conocidas del mundo: México-Estados Unidos.

Su travesía entre Cancún y Washington fue filmada y convertida en un documental contra la trata: «Be Relentless» («Sé implacable») de la organización no gubernamental estadounidense iEmpathize.

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