Algún día se escribirá un gran libro sobre la heroica lucha del pueblo venezolano contra la dictadura de Chávez y Maduro, que recuerde los sufrimientos que ha padecido todos estos años sin cesar de resistir, pese a los torturados y a los asesinados, a la catástrofe económica —probablemente la más atroz que recuerde la historia moderna— que ha llevado a un país potencialmente muy rico a la hambruna colectiva y ha obligado a cerca de tres millones de ciudadanos a huir, a pie, a los países vecinos para no perecer por la falta de trabajo, de comida, de medicinas y de esperanza. Menos mal que el martirio de Venezuela parece llegar a su fin, gracias al nuevo ímpetu que han inoculado Juan Guaidó y otros jóvenes dirigentes a la resistencia.
Parece imposible, ¿no es cierto?, que una dictadura rechazada por todo el mundo democrático, la OEA, la Unión Europea, el Grupo de Lima, las Naciones Unidas y, cuando menos, por tres cuartas partes de su población, pueda sobrevivir a esta última arremetida de la libertad con la proclamación, por la Asamblea Nacional de Venezuela (el único organismo más o menos representativo del país), de Juan Guaidó como presidente encargado de convocar nuevas elecciones que devuelvan a la nación la legalidad perdida. Y, sin embargo, el tirano sigue todavía allí. ¿Por qué? Porque las Fuerzas Armadas aún lo protegen y han tendido un escudo protector en torno suyo. Los hemos visto, allí en la televisión, a esos generales y almirantes empastelados de medallas, mientras el ministro de Defensa, general Vladimir Padrino, juraba lealtad al régimen espurio. Lo que explica esta supuesta lealtad no son afinidades ideológicas. Es el miedo. El recurso del que se valió Chávez, y que continuó Maduro con esta cúpula militar para asegurar su complicidad, fue comprarla, entregándole prácticamente el negocio del narcotráfico, de tal manera que buen número de estos oficiales se han hecho ricos y tienen sus fortunas en paraísos fiscales. Pero casi todos ellos están fichados internacionalmente y saben que, cuando caiga el régimen, irán a la cárcel. Las promesas de amnistía que les ha hecho llegar Guaidó no los tranquilizan, porque sospechan que no valen fuera del territorio venezolano, y sus sucias operaciones están perseguidas y serán penadas por tribunales internacionales a lo largo y ancho del planeta.
¿Pero por qué no se rebelan, entonces, contra la tiranía de Maduro esos jóvenes oficiales —tenientes, capitanes— y soldados a los que golpea la atroz crisis económica igual que al resto de la población venezolana? Por una razón también muy simple. Por la vigilancia estricta e implacable que ejercen sobre las Fuerzas Armadas de Venezuela los técnicos y profesionales de Cuba, a quienes el comandante Chávez entregó prácticamente el control de la seguridad militar y civil del régimen que implantó. Se trata de algo sin precedentes; un país renuncia a su soberanía y entrega a otro el control total de sus Fuerzas Armadas y policiales. Y los comunistas, como ha sido comprobado hasta la saciedad, arruinan la economía, destruyen las instituciones representativas, regimentan y aplastan la cultura, pero han llevado la censura y la represión de toda forma de insumisión y rebeldía a poco menos que la perfección artística. No olvidemos que todas las instituciones militares venezolanas han sido sometidas a purgas sistemáticas y que hay varios cientos de oficiales expulsados o encarcelados por no ser considerados “seguros” para la dictadura.
Sin embargo, la URSS se desplomó como un castillo de naipes, y también sus satélites centroeuropeos se desmoronaron y hoy día son verdaderos baluartes contra aquel régimen que había prometido bajar el paraíso a la tierra y más bien creó las peores satrapías que conoce la historia. El régimen de Maduro se ufana de la protección que le prestan dictaduras como la rusa, la china, la turca, y la solidaridad de otras tiranías latinoamericanas como Cuba, Nicaragua o Bolivia. Vaya compañeros de viaje, para quienes vale el famoso refrán: “Mira con quién andas y te diré quien eres”. En el caso de Rusia y de China, ambos países han hecho préstamos tan extravagantes a la dictadura de Maduro —que sólo sirvieron para agravar la corruptela reinante— que temen, con muchísima razón, que jamás podrán cobrarlos. Lo tienen bien merecido: querían asegurarse fuentes de materias primas fortaleciendo económicamente a una tiranía corrupta y lo más probable es que terminen siendo también parte de sus víctimas. La fiera que va a morir se defiende con uñas y dientes y no hay duda que el régimen, ahora que se siente acorralado y presiente su fin, puede causar mucho dolor y derramar todavía más sangre inocente. Por eso es indispensable que los países e instituciones democráticas internacionales multipliquen la presión contra el Gobierno de Maduro, extendiendo los reconocimientos a la presidencia de Juan Guaidó y a la Asamblea Nacional, y logrando el aislamiento y la orfandad del régimen a fin de precipitar su caída antes de que haga más daño del que ha causado a la desdichada Venezuela.
El secretario general de la OEA, Luis Almagro, lo ha dicho con claridad: “No hay nada que negociar con Maduro”. Todos los intentos de diálogo se han visto frustrados porque la dictadura pretendía utilizar las negociaciones sólo para ganar tiempo, sin hacer la menor concesión, y conspirando sin tregua, gracias a la ayuda que le prestaban gentes ingenuas o maquiavélicas, para sembrar la discordia entre las fuerzas de oposición. Las cosas han ido ya demasiado lejos y la primera prioridad es ahora acabar cuanto antes con la dictadura de Maduro a fin de que se convoquen elecciones libres y los venezolanos puedan por fin dedicarse a la reconstrucción de su país.
La movilización del mundo democrático, empezando por los países occidentales, ha sido algo sin precedentes. Yo no recuerdo haber visto nada parecido en los muchos años que tengo. Al mismo tiempo que diversos gobiernos, empezando por los Estados Unidos y Canadá y los principales países europeos, reconocían a Guaidó como presidente, la Unión Europea, la OEA, las Naciones Unidas y todos los países democráticos latinoamericanos, con excepción de Uruguay y México (algo previsible), rompían con la dictadura y se movilizaban a fin de apresurar la caída del régimen sanguinario de Maduro. No hay que olvidar, en estos momentos en que por fin se ve una luz al final de este largo camino, que nada de esto hubiera sido posible sin el sacrificio del pueblo de Venezuela, que, si en un primer momento se rindió a los cantos de sirena de Chávez, luego reaccionó con ejemplar valentía y ha mantenido todos estos años su resistencia, sin dejarse amilanar por la ferocidad de la represión.
Gracias Julio Borges, María Corina Machado, Leopoldo López, Lilian Tintori, Henrique Capriles, Antonio Ledezma, Juan Guaidó y los miles de miles de mujeres y hombres que los siguieron todos estos años demostrando en las calles, y en los calabozos y en el exilio, que América Latina ya no es, como en el pasado, tierra de sátrapas y de ladrones, y que un pueblo que ama la libertad no puede ser indefinidamente encadenado. Algún día, no lejano, un retoño de uno de esos grandes escritores que ha dado ya Venezuela a nuestra lengua escribirá esa gran novela tolstoyana sobre lo que ocurrió y está ocurriendo allá. Y el final será, por supuesto, un final feliz.
Publicado originalmente en el diario El País