La noche en que se dio cuenta de que había «tocado fondo», Delfina tenía 14 años y pesaba 35 kilos. Hacía días que estaba internada en el Hospital de Clínicas y, como se negaba a comer, la única alimentación que recibía era a través de una sonda. De esa noche recuerda el ahogo, la desesperación de no poder respirar, el manotazo y el gemido con los que despertó a su mamá, la cara de desolación de su papá cuando llegó, en plena madrugada.
Sus padres la habían traído desde Daireaux -su pueblo natal, a 400 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires- para hacerle análisis. Tenían dudas porque Delfina no cumplía del todo con el estereotipo de las chicas con anorexia: «No me veía gorda. Me daba cuenta de que estaba muy flaquita pero me decía a mí misma: ‘¿A ver si podés estar más flaca?'», comentó.
Llegó a la Ciudad con una sola muda de ropa. «Apenas recibieron los resultados de los análisis, los médicos me dijeron: ‘Te vas a quedar internada. Estás con muy bajo peso, no te podemos dejar salir, no podés ni caminar’«. Delfina Carle todavía pesaba más de 40 kilos y escuchar por primera vez la palabra «anorexia» fue devastador.
«Nos abrazamos los tres, mi mamá, mi papá y yo, y lloramos. Nunca habíamos llorado así, los tres juntos». No fue ese, sin embargo, el punto de inflexión.
«En el hospital empecé a buscar ‘anorexia’ en Internet y encontré páginas de chicas que incentivaban a dejar de comer. Entonces me rebelé: pensaba ‘si soy anoréxica esto es lo que tengo que hacer, sino no lo soy'». Delfina dejó de comer y en pocos días llegó a pesar 35 kilos: «Me llevaban al baño en silla de ruedas». Estaba en tercer año del secundario, no imaginaba que iba a perder el año completo.
Fue por el estado al que llegó que le colocaron una sonda para alimentarla. «Una madrugada me desperté desesperada, no podía respirar. Pensé ‘bueno, hasta acá llegué'». Su mamá corrió a pedir ayuda y un equipo de médicos terminó rodeando la cama de Delfina. La sonda se había doblado, el líquido se había ido a los pulmones.
«Me la sacaron. Me acuerdo que hablaba y me salía sangre de la garganta, de la nariz. Recién ahí, con tal de que no me la volvieran a poner, dije: ‘Les prometo que voy a comer'».
Le dieron el alta cuando estuvo estable, con la indicación de que debía quedarse en Buenos Aires para hacer un tratamiento de rehabilitación con un equipo interdisciplinario. Pudo volver al pueblo recién a fin de año. Sus amigos y sus familiares organizaron para ella una fiesta sorpresa.
Parecía que lo peor había pasado pero la anorexia no suele ser tan fácil de domesticar. Lo que siguió fueron períodos de estabilidad y períodos de recaídas.
«Empecé a tomar laxantes porque sentía que tenía que sacarme todo de adentro, aunque hubiera comido una galletita. Si el prospecto decía 20 gotas yo tomaba 60. Al principio mi mamá me vigilaba cuando tomaba las pastillas psiquiátricas pero cuando dejó de hacerlo empecé a tirarlas. Simulaba que comía pero apenas mis padres se distraían me escondía la comida en la bombacha o en pantalones anchos, tipo babucha».
Era eso o dársela a alguno de sus tres perros, para que no descubrieran la comida intacta en el tacho de basura. Eso o tirarla a la pileta y revolver hasta que se disolviera. «Cuando iba a la nutricionista tomaba mucha agua para pesar más. O me llenaba de anillos, relojes y pulseras para que no notaran que había vuelto a bajar de peso».
Cada recaída venía empujada por «un dolor enorme en el pecho. Me quería morir, pensaba ‘no sirvo para nada, estoy haciéndole mal a todos, ¿para qué quiero estar acá si sólo traigo problemas? Quería no estar más, morirme para que todos esos pensamientos me dejaran en paz», dice. «Me da pena todo lo que me perdí: ya no me importaba estudiar, tener novio, salir, tener amigas, nada», dice ella, que está a punto de cumplir 18 años.
De a poco, Delfina aprendió a hablar, a poner en palabras lo que sentía. «Yo era muy cerrada. Me criticaban y agachaba la cabeza y me iba. Empecé a enfrentar lo que me pasaba, a pedir ayuda. Dejé de encerrarme y, en vez de buscar información en Internet para ver cómo estar peor, empecé a buscar cómo estar mejor. Antes, el 90% del día pensaba en comida, el otro 10 en dormir. Ahora cuando vienen esos pensamientos salgo, tomo mate, leo, pinto, escucho música, voy a terapia, llamo a alguien que me quiere».
Enamorarse también hizo la diferencia: «Yo antes pensaba sólo en mí, en lo que me dolía. Cuando le dejé lugar al amor le saqué lugar a la enfermedad».
Delfina sabe que necesita esa red pero también que la mayor parte depende de ella: «En el centro de rehabilitación vi a una chica de treinta y pico que estaba mal, al borde de la muerte, como había estado yo. Pero estaba embrazada. Decía que quería tener a su bebé, que eso la iba a salvar. La verdad es que las otras personas te pueden ayudar mucho pero la única que te puede salvar sos vos misma«.
Orgullosa de lo que había logrado, el sábado y desde su pueblo publicó en Twitter las fotos de aquel momento. El tuit se volvió viral: 174.000 likes, 12.000 retuits, 3.500 comentarios: algunos de chicas que le piden ayuda, otros de famosas (Paula Chaves, Jimena Barón) que le dicen «hermosa» y la alientan a seguir adelante.
Hoy recién me animo a mostrarlas,y con orgullo.Prefiero estar así y no como 4 años atrás (??) pic.twitter.com/y9Rsb6PqTh
— Del (@DelfiCarle) 23 de febrero de 2019
«Miro esas fotos y veo a una chica triste, deprimida, una adolescente que se quiere morir. Hoy, aunque no esté del todo conforme con mi cuerpo, lucho. Lucho y salgo adelante, y cuando me miro en el espejo veo a una chica fuerte. A veces feliz, a veces no tanto, como todos, ¿no?».
El tatuaje que lleva en su antebrazo es un recordatorio de que, probablemente, deberá aprender a lidiar con su enfermedad el resto de su vida. «Stay strong», dice: mantenete fuerte.