Recoger a un autoestopista y acostarse con él. Aquella era su mayor fantasía, un deseo irrefrenable que escondía un turbio secreto: la semilla del asesino. Emulando al Emperador Palpatine de Star Wars en el ‘Retorno del Jedi’, Jeffrey Dahmer con dieciocho años y enfundado en unas lentillas amarillas (quería parecerse al personaje cinematográfico), cumplió su irrefrenable deseo de control absoluto. Golpeó, estranguló y desvisceró a Steven, un muchacho al que encontró en la carretera. ( Alberto ‘El Canibal’ asesinó y descuartizó a su madre dos semanas antes de su detención)
El denominado ‘Caníbal’ o ‘Carnicero de Milwaukee’ sentía auténtico placer viendo el interior de un cuerpo humano. Le excitaba sobremanera despedazar y masturbarse sobre él. El problema surgía cuando tenía que deshacerse del cadáver. Nada hacía presagiar tras ese porte atractivo y encanto personal que, al pararle en un control policial, estaban ante un asesino en serie con los restos de su víctima en el maletero. Le dejaron marchar. Una negligencia que costó la vida de otros dieciséis hombres. ( Así es el rap del caníbal que se comió a su madre y daba trozos al perro: «No existe cura para mi locura…»)
Una patrulla le paró cuando se dirigía hacia un basurero para deshacerse de Steven porque circulaba escorado a la izquierda. Le preguntaron por las bolsas de la parte trasera del vehículo y el psicópata, inmutable, simplemente dijo que era basura que tenía que tirar. Los agentes no comprobaron su coartada y le creyeron.Aquella situación provocó en Dhamer un miedo atroz.
Así que decidió dar la vuelta, bajar al sótano de la casa y esconder las bolsas con la víctima en una gran tubería de desagüe. Dos años después, machacó los huesos y esparció sus restos en el jardín, entre la maleza. Durante nueve años, logró reprimir sus instinto asesino. Nueve años en los que ahogaba su sufrimiento en drogas y alcohol. Pero, ¿cuándo empezó todo? ¿cómo comenzó a gestarse aquella maldad?
Una peligrosa curiosidad
Nacido el 21 de mayo de 1960 en Milwaukee, Wisconsin (Estados Unidos), Jeffrey Dahmer era un niño muy vital y extrovertido. Así lo recordaba su padre. Un chaval que le encantaba hacer gracietas ante la cámara, jugar y estar rodeado de otros niños. Y sobre todo, destacaba por ser muy curioso. Aquello le llevó a experimentar con las cosas y a probar distintas texturas. De hecho, uno de los primeros indicadores de aquel germen criminal, de aquella experimentación, fue el maltrato que perpetraba a los animales. Los cazaba, los torturaba, para después diseccionarlos y limpiar sus huesos.
Aquel niño rubio, de ojos azules, estudiante modelo, educado y respetuoso, de buenos modales, ya sentía curiosidad por lo siniestro. Su padre Lionel explicaba que “se dedicaba a investigar cómo eran los animales por dentro, al mismo tiempo que se estaba desarrollando su sexualidad”. Pensó que era simple “curiosidad”.
Sin embargo, aquella espiral cambió su forma de relacionarse con los demás. A partir de entonces se volvió un chico más tímido, retraído, incluso “raro” recordaban sus amigos y compañeros de colegio. Tenía un cementerio de animales, empalaba perros y gatos… sapos. Ese coleccionar animales muertos ya es uno de los primeros rasgos que todo asesino en serie adquiere en su infancia. Una etapa de su vida nada dramática ni llena de problemas. Todo lo contrario.
Sus padres, Lionel y Joyce, le colmaron de cariño y atenciones, fue un niño amado y realmente feliz. Pero las continuas mudanzas y el divorcio de sus progenitores generaron en él un miedo continuo al abandono. Un temor que se agudizó con la adolescencia y que caracterizó cada uno de sus asesinatos.
Por entonces, ya había descubierto su fascinación por la muerte. Ocurrió en una clase de biología donde tuvo que diseccionar un lechón. A los dieciséis años, aquella caja de Pandora comenzó a cobrar vida. También descubrió su homosexualidad y una escala de violencia y sexo empezó a perturbar la mente de este asesino. “Cada vez era peor, no sabía cómo contárselo a alguien, así que me lo guardé para mí”, dijo en una entrevista una vez encarcelado.
A ello se unieron sus problemas con el alcohol y las drogas, un cóctel que le llevó a ejecutar el crimen de Steven Hicks, en junio de 1978. Logró ocultárselo a su familia, convivir con ello. Intentó acudir a la facultad. Pero fracasó. Su adicción le hacía imposible tener una vida normal. Se enroló en el ejército pero terminaron expulsándole. Su último recurso fue mudarse con su abuela.
Durante varios años la convivencia con su abuela le alejó de los vicios, del sexo con hombres que él mismo veía inmoral y de su impulso por matar. Parecía que había logrado encarrilar su vida, estabilizarse y expulsar al demonio que, según Jeff, llevaba dentro. Tenía veintitrés años, trabajaba como mezclador de chocolate en una fábrica de dulces y reprimía su homosexualidad hasta límites enfermizos. Pero los tiempos dulces durarían poco. Apenas tres años.
Una noche en la biblioteca, Dahmer se encontraba leyendo cuando un desconocido pasó por su lado y le arrojó una nota de contenido sexual. En ese momento, hizo caso omiso. Pero un par de meses después comenzó de nuevo la espiral de alcohol, drogas y sexo. El monstruo había despertado de nuevo y con ello una cacería por los bares de ambiente, saunas y sex shops de Milwaukee.
El control absoluto
De 1986 a 1988 fueron años convulsos. La policía le detuvo por exhibicionista, intentó desenterrar el cadáver de un chico recién fallecido para violarle y volvió a matar. Lo hizo en una habitación de hotel, pero como declaró posteriormente, no recordaba cómo lo hizo.
El punto de inflexión se produjo cuando su abuela le echó de casa. Había encontrado el maniquí de un hombre desnudo y pegajoso escondido en un armario. Para Jeffrey era su amante perfecto porque dentro de él nada estaba vivo. Fue lo único que la mujer descubrió porque de bajar al sótano hubiese visto varios cadáveres y una calavera.
Aquel cráneo pulcro, blanco y perfectamente expuesto pertenecía a Steven Toumi, el joven al que asesinó en la habitación de hotel en 1986. Con esta segunda víctima, Dahmer fijó lo que luego sería su modus operandi: invitar a su presa a alcohol en un lugar íntimo con la excusa de practicar sexo (previamente les drogaba con somníferos), realizarles fotografías desnudos y, una vez que ellos decidían marcharse, descargar una irrefrenable ola de violencia contra ellos.
Cada crimen tenía un fin en sí mismo: dominar absolutamente a sus víctimas. Como lo hacía el Emperador Palpatine en el Retorno del Jedi de ‘La Guerra de las Galaxias’. Su admirado personaje era malo, corrupto, poderoso y tenía la capacidad de usar poderes especiales para gobernar a otros. Y Jeff se identificó de forma exacerbada con él.
Ya en su nuevo apartamento, los escarceos sexuales fueron un continuo, también la ingesta de alcohol y drogas y no paraba de tener fantasías sobre el asesinato y el descuartizamiento de otros hombres. Además, para Dahmer matar estaba íntimamente relacionado con su homosexualidad. Por no mencionar su afición por la necrofilia. Empezó a practicar sexo con los cuerpos de sus víctimas ya desmembradas, o con algunas de sus partes. No era como la mayoría de los serial killers. Quería tener relaciones íntimas con personas inconscientes o muertas.
Eso sí, todas sus víctimas cumplían un mismo patrón: su físico. Jeffrey los elegía por su cuerpo. Le gustaban los hombres altos, musculosos y delgados. No le importaba que fuesen blancos, negros, indios o mulatos. Si le parecían atractivos, intentaba ligárselos.
Jugaba con ventaja. Nada en aquel joven, solitario, guapo y con cara aniñada, hacía sospechar que escondía un asesino en serie. No era un tipo repulsivo, todo lo contrario. De hecho, le consideraban un hombre bueno dentro de la comunidad gay. Le veían como la clase de chico al que “quieres cuidar y mimar”.
Sin embargo, tras su apariencia inofensiva se escondía todo un depredador. Después del crimen de Steven Toumi, Jeff mató a diez hombres más con edades comprendidas entre los 14 y los 36 años. Ya llevaba doce víctimas a sus espaldas y aún faltaban cinco más hasta que la policía diese con él. Konerak, de tan solo catorce, fue uno de ellos. Pudo haber escapado de las garras de su asesino, pero la torpeza de las autoridades llevaron al muchacho directo al matadero.
Caníbal y necrófilo
27 de mayo de 1991, Jeffrey salió a la caza. Esperaba tener suerte porque desde hacía tiempo sus amantes le abandonaban poniendo excusas. Se sentía rechazado y el rechazo aumentaba su ansia. Conclusión: el único remedio para adueñarse de ellos era matarlos.
La presa de aquella noche era fácil: un chico de catorce años sin demasiada fuerza. Durante varias horas, Dahmer drogó a Konerak para anular su voluntad. Quería fabricar una especie de zombi y siervo sexual. Para ello, le perforó la cabeza y le inyectó diversos líquidos en una improvisada mesa de operaciones. Tras varias horas y hacia las dos de la madrugada, el psicópata decidió bajar al bar para tomarse una cerveza. Necesitaba despejarse.
Al regresar, una patrulla de policía se encontraba en la puerta del edificio de Dahmer. Konerak había logrado escapar. Estaba desnudo y aturdido, tenía moratones por todo el cuerpo, y apenas se le entendía al hablar. Jeff se disculpó con los agentes por el estado de su “amigo”. Aseguró que estaba borracho y que, previamente, se habían peleado. Los oficiales les dejaron marchar y el homicida volvió a librarse. No así Konerak.
Si los policías hubiesen subido al apartamento con Dahmer habrían encontrado un santuario tribal erigido en honor a la muerte y una catedral barroca construida a base de restos humanos. Tras la marcha de los agentes, el psicópata estranguló, cocinó y comió partes del cuerpo de Konerak. Ya no le bastaba con poseerlos y destrozarlos, necesitaba que formasen parte de él. La comunión de cuerpos definitiva. La forma de dominio absoluta.
“Una cosa llevaba a la otra. Cada vez tenía que hacer cosas más extrañas para satisfacer mis instintos. De este modo sentía que eran una parte permanente de mí. Además, tenía curiosidad por saber cómo sería. Sentía que iban a convertirse en parte de mí. Comérmelos me producía placer sexual”, explicó Dahmer ante las cámaras de televisión.
Dos meses antes de su arresto y después de matar brutalmente a Konerak, este asesino seguía guardando las apariencias ante su entorno. Se mostraba cariñoso, atento, agradable… Acudía a celebraciones familiares, conversaba animadamente y disfrutaba en compañía de su padre y su abuela. Pero su carisma encerraba trece crímenes que aumentarían hasta diecisiete en los siguientes sesenta días.
El templo del horror
Durante ese tiempo, la ciudad de Milwaukee fue testigo de extrañas desapariciones. Jeffrey elegía a «algunas personas porque nadie las iba a echar de menos o porque llevaban un estilo de vida muy loco», asegura la escritora Anne Schwartz. «Nadie se dio cuenta de que más de una docena de chicos jóvenes habían desparecido. No aparecía ningún cadáver, ni se vivía ningún clima de miedo en la ciudad», concluye.
Aquella orgía de muerte terminó en julio de 1991, cuando una de sus últimas víctimas, Tracy Edwards de 31 años, logró escapar del apartamento de Dahmer. Paró un coche patrulla, que se lo encontró completamente desnudo y medio drogado, y al explicarles lo sucedido, los agentes se personaron en la casa del asesino. Durante el registro, encontraron el horror en forma de templo. Paquetes con restos humanos en el congelador, una cabeza humana en el frigorífico, un bidón de 200 litros con tres torsos sumergidos en ácido y 83 fotografías de las víctimas descuartizadas. Acababan de cazar a un despiadado criminal del que ni siquiera tenían constancia.
En el juicio, el bautizado como el ‘Carnicero de Milwaukee’ se hizo famoso en todo el mundo. Se elaboraron camisetas, cómics, pinturas con su rostro, hasta canciones dedicadas a este asesino en serie. Una legión de fans lo esperaba a la puerta de los juzgados.
Durante tres semanas, el tribunal fue testigo de cómo Jeffrey Dahmer contaba las aberraciones realizadas a sus víctimas, de cómo los investigadores aportaban numerosas pruebas y de cómo intentó alegar que sufría locura. De nada le sirvió su estrategia. El jurado votó 10 contra 2 que estaba legalmente cuerdo para afrontar la prisión.
Algunos parientes de las víctimas asistían al juicio en silencio, otros no podían evitar llorar desconsoladamente. Incluso el juez les permitió hablar ante el tribunal antes de dictar sentencia. Aquí se vivieron momentos de máxima tensión. Hasta el punto que la televisión censuró algunos de los testimonios que se escucharon en la sala.
La hermana de uno de los fallecidos, por ejemplo, no pudo reprimir su enfado Maldijo a Jeffrey chillándole: “hijo de puta… ¡Mírame!”. Le gritaba mientras se acercaba a él, pero Dahmer, impertérrito, ni pestañeaba. Ni siquiera cuando la muchacha juró matarle. Él simplemente, se levantó y se alejó un poco para evitar que le tocase. Entre tanto, varios alguaciles la agarraron y la sacaron de allí. Una vez que se restableció el orden, el ídolo caníbal habló en público por primera vez.
“Me siento muy mal por lo que hice a esas pobres familias y entiendo que tienen derecho a odiarme. He visto sus lágrimas y si pudiera daría mi vida ahora mismo para devolverles a sus seres queridos. De verdad. Lo siento muchísimo”, alegó ante el tribunal. Aquella frialdad con la que leyó su discurso hizo que muchos dudasen de que la disculpa fuese sincera. ¿Realmente era consciente del daño hecho? ¿Sentía remordimientos?
El 15 de febrero de 1992, el tribunal condenó a Jeffrey Dahmer a 957 años de prisión en Wisconsin; y en mayo de ese mismo año, a cadena perpetua en Ohio. Ahora tendría que pasar el resto de su vida entre rejas. Su nuevo hogar: el Columbia Correctional Institution de Portage (Indiana). Allí recibió la visita de Robert Ressler, criminólogo experto en psicología forense y homicidio sexual, fundador de la unidad de ciencias del comportamiento del FBI. El especialista, que acuñó por primera vez el concepto de asesino en serie, realizó a Dahmer una reveladora entrevista.