La historia permite conocer un poco más de uno de los capítulos más oscuros de la Segunda Guerra Mundial.
Mediodía del 30 de abril de 1945. Adolf Hitler almorzó en silencio. Con sus secretarias y con su esposa, Eva Braun. Un plato frugal: unas pastas sin acompañamiento. Al levantarse de la mesa acarició a su perro. Ordenó a su médico que testeara la pastilla de cianuro con el animal. Sentía que ya no podía confiar ni siquiera en el veneno. Blondi, el perro, cayó fulminado de inmediato. No era el único perro del Fuhrer; al otro ordenó que lo mataran en ese momento. No llegó a escuchar la detonación que acababa con la vida del animal.
Se encerró en su despacho del bunker (construido a 15 metros de profundidad de la Cancillería). La decisión ya estaba tomada. La paranoia y la desesperación lo habían dominado. No escuchó los ruegos de Magda Goebbels para que repensara su actitud. Las fuerzas rusas se encontraban a 300 metros de su guarida. Habían sido días agitados para él: cumplió años, se casó (un matrimonio de apenas 40 horas de duración), sufrió deserciones en su círculo íntimo. Y, principalmente, perdió la guerra. El Tercer Reich, que él soñaba milenario, se derrumbaba como un castillo de naipes.
Se retiró a su habitación. Eva lo esperaba. Había consultado con su médico cuál era el mejor método para quitarse la vida. Le habían aconsejado que primero mordiera la cápsula de veneno y luego se pegara un balazo. El flamante matrimonio tomó la pastilla de cianuro. Hitler, además, se descerrajó un tiro en la sien. Eva murió por el efecto del veneno.
Los que estaban afuera escucharon el ruido seco y apagado. Esperaron unos 15 minutos. Pasado ese tiempo ingresaron a la habitación dos asistentes, Otto Günsche y Heinz Linge. “Cuando abrí la puerta me encontré con una escena que nunca olvidaré: a la izquierda del sillón estaba Hitler, doblado sobre sí mismo y muerto. A su lado, Eva Braun, también sin vida. Hitler tenía en la sien derecha una herida del tamaño de una moneda. Por su mejilla caían dos hilos de sangre. En la alfombra había un charco de sangre.” contó Heinz Linge.
Hitler le había dado órdenes expresas para que cremaran sus cuerpos. No quería que se repitiera con él lo que había sucedido con Benito Mussolini unos pocos días antes. Entre varios llevaron los cuerpos al patio de la cancillería. Allí los dos suicidados comenzaron a consumirse bajo doscientos litros de gasolina. Casi no se escuchaba el crepitar del fuego. Las balas y las bombas del ejército soviético aturdían.
Algunos proyectiles comenzaron a caer en el patio. Los nazis que estaban abogados a cremar a su líder suspendieron la operación y enterraron los dos cuerpos como pudieron, antes de caer bajo el fuego enemigo. Como es lógico, las excavaciones no tuvieron demasiada profundidad. Desde la publicación de las memorias de su secretaria y de los trabajos históricos de Anthony Beevor y Joachim Fest (sobre los que se basa la película La Caída) se conocen con bastante claridad los últimos momentos del líder nazi.
Hubo otros que se quitaron la vida en esas horas en el bunker. Joseph Goebbels vivía en el bunker con Hitler. Hasta allí había trasladado a su mujer Magda y a sus seis hijos. Hitler le ofreció un avión para que se escapara con su familia. Goebbels, el genio de la propaganda nazi, no aceptó. Fue la primera vez que desobedeció una orden del Fuhrer. Prefirió quedarse.
El 1 de mayo ante la inevitable caída, tomó la decisión atroz de envenenar a sus seis hijos. Magda, la madre, llevó a cabo la tarea. “No había lugar para ellos en la Alemania que viene”, habría dicho. Luego, Goebbels y su mujer se encerraron en su habitación y repitieron lo que habían hecho Hitler y Eva Braun horas antes. Ingirieron la pastilla de cianuro. Goebbels, también, se pegó un tiro. Otra vez intentaron incinerarlos. Pero las balas rebotan en el patio exterior. Y la mayor parte de la gasolina la habían utilizado con Hitler. Los rusos acechaban y había que abandonar el búnker. Los cadáveres fueron fácilmente reconocidos cuando cayó la escasa resistencia que persistía.
Ese mismo día desde Alemania se anunció que Hitler estaba muerto. Fue una conmoción mundial. La noticia la dio por radio el Almirante Karl Dönitz, a cargo en ese momento de Alemania. Los Aliados sospecharon. Creyeron que podía tratarse de una nueva estratagema para escapar y salir impune. Iósif Stalin dio orden a sus fuerzas de que confirmaran la noticia, de que obtuvieran pruebas irrefutables. Fueron muchos los soldados soviéticos destinados a la misión. Pero todo debía hacerse en el mayor de los secretos. Interrogaron con dureza a todos los alemanes que permanecían en la Cancillería o que se habían desempeñado en el bunker. Los testimonios fueron coincidentes. Alguien señaló el lugar en que habían enterrado los cuerpos. Hacia allí se dirigieron los soviéticos munidos de palas. La tares fue sencilla. Encontraron los cadáveres muy rápidamente. Apenas confirmaron la identidad pidieron instrucciones a Moscú. La orden fue trasladar los restos a un lugar del que pocos tuvieran noticias. Así fueron enterrados en el bosque de cercano a la ciudad de Rathenow.
En junio de ese año llegaron a Moscú las pruebas que determinaban que Hitler se había suicidado. No sólo contaban con los testimonios recabados sino que también tenían muestras de las piezas dentales y los registros del dentista de la pareja; ambos coincidían perfectamente. También extrajeron una parte del cráneo de Hitler.
Stalin manejó todo en el más absoluto de los secretos. Ante consultas oficiales hechas por diplomáticos norteamericanos negó saber nada sobre el destino del líder nazi. Hasta llegó a mostrarse escéptico sobre la certeza de que se hubiera suicidado.
En febrero de 1946, una nueva orden llegó desde Moscú. Había que exhumar los cuerpos de Hitler, Braun y los Goebbels, ponerlos en discretos ataúdes de madera y enterrarlos en la base militar que la Unión Soviética tenía en Maderburgo, territorio de Alemania Oriental.
Allí permanecieron por casi un cuarto de siglo. En ese tiempo, mientras tanto, los rumores y teorías conspirativas crecieron sin control. Los soviéticos fueron los principales impulsores de ellas. Se decía que Hitler se había escapado hacia España o que había llegado al Sur argentino en submarino y que disfrutaba de una vejez apacible en la Patagonia. O que su destino había sido todavía más austral. Que había encontrado cobijo helado en la Antártida. Testimonios dudosos, pruebas a medias, parecidos razonables, sospechas y ganas de creer. Los elementos para que una teoría conspirativa se instale y crezca.
Stalin creía que la confusión, que la mera posibilidad de que Hitler estuviera con vida era lo suficientemente inquietante para Occidente como para poder sacar partido de ello. La información con la que ellos contaban permaneció sellada e inaccesible para las otras potencias mundiales.
En 1970 hubo un cambio de planes. Stalin había muerto hacía unos años. Los tiempos eran otros. Y la base soviética en Alemania Oriental no se iba a poder mantener por siempre. El temor de que aparecieran esos cadáveres y se los identificaran era grande. Un rebrote nazi siempre estuvo latente. Había que evitar de cualquier manera que ese lugar se convirtiera en un punto de peregrinaje y adoración. La orden fue desenterrar una vez más los restos y en el mayor de los secretos reducirlos a cenizas. El 13 de marzo de 1970, el jefe de la KGB, Yuri Andropov pidió al Kremlin autorización para destruir lo que quedaba de Hitler y los demás.
El 4 de abril de 1970 en el número 36 de la calle Westendtrasse de la ciudad de Maderburgo hubo movimientos atípicos. Ese día agentes especiales de la KGB eliminaron todos los rastros de esa fosa común. Trasladaron todo a más de 11 kilómetros y en un enorme descampado hicieron una gran fogata. Dejaron que el fuego se consumiera y para asegurarse que nada pudiera identificarse trituraron lo que había quedado. Sólo quedaron cenizas que tampoco quisieron dejar en el lugar por si el dato se filtraba. Las recogieron y las tiraron al Río Biederitz. Lo último que quedaba de Hitler, sus cenizas, fueron dispersadas por la KGB en el agua helada.
La historia permaneció oculta por varias décadas. Eso alimentó las suposiciones, los avistajes inciertos, los deseos conspirativos. La Guerra Fría era un terreno particularmente fértil para ello. Que Rusia develara esta historia luego de la Perestroika y la disolución soviética no ahuyentó las sospechas ni los rumores. Los procedimientos de la KGB nunca contaron con el mayor de los prestigios.
Hace veinte años, a fines de 1999, Sergei Kondrashev, un ex agente de la KGB, confirmó cada uno de los pasos dados por la Unión Soviética con los restos de Hitler. Contó que la misión fue bautizada como Operación Archivo. Relató que ante la eventualidad de que tuvieran que devolver a la Alemania Oriental el campo en el que habían depositado secretamente los precarios féretros, Leonid Brezhnev, Premier soviético en 1970, ordenó la incineración inmediata y discreta de los cadáveres.
Kondrashev además de aportar detalles y de corroborar lo que se sabía, introdujo un dato que se desconocía, o que modificaba lo que se creía que había sucedido con el tema. El ex KGB sostuvo que los soviéticos, una vez que redujeron a ínfimas cenizas el cadáver de Hitler, no se dirigieron a un río. Sino que las desecharon en las cloacas de la ciudad. Es una versión, que a esta altura de los hechos, es imposible de corroborar, pero que podría tener sus visos de verosimilitud, teniendo en cuenta el profundo desprecio de los soviéticos por los nazis, la virulencia que demostraron a lo largo de los años, y como los dominaba la preocupación de dejar rastros y que de esa manera se permitiera que fanáticos acudieran a adorar a los líderes genocidas. A nadie puede parecerle demasiado extraño que los soviéticos creyeran que lo mejor que podían hacer con Hitler era desecharla en las cloacas de una ciudad cualquiera.
En 2009, un arqueólogo norteamericano, Nick Bellantoni, examinó el pedazo del cráneo de Hitler que dicen conservar los rusos. Obtuvo unas muestras y determinó, luego de trabajar en el laboratorio, que esos restos óseos pertenecieron a una mujer. Con esta revelación todo la historia tambaleó. Además los estudios indicaron que “las suturas donde se juntan las placas del cráneo parecen corresponder a alguien con menos de 40 años, cuando Hitler tenía 56 cuando murió”. Esta información puso otra vez en duda que el genocida nazi se hubiera suicidado en su bunker en 1945. Los rusos respondieron que el estudio no era serio, que el científico no obtuvo muestras y que sólo estuvo menos de una hora con los huesos.
Bellantoni por su parte sostuvo lo dicho y agregó que era imposible saber si el cráneo era de Eva Braun porque el ADN era insuficiente. Una vez más los rusos respondieron. Contaron los detalles del derrotero de los cadáveres y apelaron a las muestras dentales que para ellos resultan irrefutables. Agregaron esta vez un detalle que se desconocía hasta el momento: se encontraron restos ínfimos de vidrios entre los dientes lo que demostraría que Hitler había mordido la cápsula de cianuro antes de dispararse.
El año pasado unos patólogos franceses parecen haber dado por terminada una discusión de más de medio siglo. A través de un artículo publicado en la revista científica European Journal of Internal Medicine demostraron que la dentadura que conservaban los rusos (y que les facilitaron para su análisis) coincidía en un cien por ciento con los registros dentales que se conocían de Hitler aportados por su odontólogo Hugo Blaschke.
Esta comprobación científica tampoco va a bastar para convencer a los incrédulos. Seguirán sosteniendo que un submarino depositó al Fuhrer en la costa patagónica o en otro destino alejado. Los avances de la ciencia tampoco van ayudar. No queda con qué contrastar el ADN. La KGB se encargó de esparcir las cenizas del peor asesino del Siglo XX. En un río o en unas cloacas. Nunca se sabrá. Prefirió la intriga, la falta de certezas, el accionar brumoso.