El vergonzoso hermano de la estrella femenina del fútbol de EEUU: Drogas, cárcel y esvásticas

Megan Rapinoe es una de las imágenes más reconocidas del fútbol femenino en Estados Unidos

El vergonzoso hermano de la estrella femenina del fútbol de EEUU: Drogas, cárcel y esvásticas
Megan Rapinoe y su hermano PD

Megan Rapinoe marcó los dos goles con los que Estados Unidos venció a Francia en el Mundial y avanzó a las semifinales del certamen. Luego de su gran actuación, la número 15 explotó de euforia en la zona mixta «¡Vamos los gays!».

A partir de ese grito, se conoció en todo el mundo su historia de defensa de los derechos de la comunidad LGTBI+ e incluso su nombre llegó a los principales portales del mundo al asegurar que no tiene intenciones de visitar a Donald Trump en la Casa Blanca, como marca la tradición en caso de que su seleccionado se consagre campeón. Lo que no era de público conocimiento era la historia de Brian, hermano mayor de Megan, quien mantiene una estrecha relación con la futbolista de 33 años, a pesar de su oscuro pasado.

Brian, de 38 años, fue quien introdujo a su hermana en el mundo del fútbol cuando eran pequeños. Pero sus vidas tomaron cursos completamente distintos. Mientras a los 15 años, Megan ya jugaba en los equipos juveniles del seleccionado estadounidense, su hermano integraba una pandilla en la cárcel y ya tenía tatuada una esvástica en la palma de su mano. «Mi hermano es especial», reconoció en diálogo con ESPN.

A los 18 años fue condenado por el robo de un vehículo, resistencia a la autoridad y por anejar bajo los efectos de estupefacientes. Así fue que terminó en una cárcel, en donde se unió a una pandilla de supremacistas blancos. Para integrarse al grupo y «sobrevivir», según las palabras de su madre, Denise, Brian se tatuó la esvástica: «Todavía pienso que (los tatuajes) son horribles. Pero en ese momento podía comprenderlos: entendí que cuando llegó allí por primera vez, estaba buscando identificarse, tratando de sobrevivir».

Denise sostiene que los dibujos que su hijo que llevaba en la piel no están relacionados con su pensamiento, sino que simplemente tuvo que hacérselos para poder encajar en ese ambiente hostil. Sin embargo, reconoce que haberse unido a esa pandilla lo cambió para siempre. «El prejuicio, el racismo, era tan contrario a la forma en que había sido educado. No era ese tipo de niño. Era amable, su naturaleza era muy amorosa», recordó en diálogo con ESPN.

Pero a medida que Brian se sumergió en la pandilla, comenzaron a acumularse más conflictos. Mientras estaba detenido, se le acumularon cargos por posesión de drogas, tenencia de arma y tres peleas con otros reclusos. Así fue que pasó ocho años -de sus 16 años en prisión- en confinamiento solitario, hasta que en 2007 fue trasladado a la cárcel estatal de Pelican Bay en el norte de California, la única de máxima seguridad del estado.

Allí pasó sus días en una celda en solitario, sin televisión, radio y sin siquiera poder ver quién era el recluso que se encontraba en la cabina continua. «Pero encuentras una manera de escapar. Tienes libros, tienes escritura, algunos dibujan», contó Brian. En Pelican Bay, durante tres horas a la semana, los presos tienen la oportunidad de salir al patio, único momento en el que pueden interactuar entre ellos: «En el patio, empiezas a hablar sobre deportes, música, mi hermana siempre es una gran conversación para romper el hielo. Les digo: ‘Cuando regresemos del patio, puedes mirar mis fotos’, o:  ‘Esto es algo que escribí'».

Así fue que conoció a Sanyika Shakur, más conocido como «Monster», escritor de su autobiografía «LA Gang member», en donde cuenta sus días como miembro de una pandilla. «Él fue quien me enseñó lo que significa ser racista y lo que significa no serlo». A partir de allí, decidió no tener más insignias racistas en su piel. La esvástica pasó a ser una tela de araña y los rallos nazis de sus dedos se convirtieron en cráneos. Sin embargo, al salir dela cárcel volvió a la delincuencia.

En 2010 fue arrestado por vender heroína y terminó en la prisión estatal de Donovan, en San Diego. Desde allí vio el Mundial 2011, el primero de su hermana Megan. Para eso apilaba cerca de 60 libros y así poder asomar la cabeza por una ventana y ver el televisor que tenían los guardias al final del pasillo. Para los cuartos de final del torneo, las 60 celdas de su pabellón vieron el partido: «Nos volvimos locos con el gol. Estábamos gritando y golpeando las puertas». Aquel partido, y un posterior diálogo con su madre por teléfono lo hicieron reflexionar.

«Me sentí súper feliz por Megs y súper triste por mí mismo. Mi familia estaba toda allí (en el Mundial). Era como, maldito hombre, ni siquiera soy parte de esto. Sí, tengo mucho apoyo por ella en la cárcel, pero cuando el juego termina y el alboroto se apaga, estoy sentado en mi celda. No estoy allí para darle un abrazo, no estoy allí para ser testigo, no estoy allí para ser parte de eso. Es otra cosa de sus vidas que me estoy perdiendo. ¿Qué demonios estoy haciendo con mi vida?».

Sus entradas y salidas de prisión ya se habían convertido en una constante y tras cumplir su condena, en 2017 volvió a ser detenido por venta de drogas. Tras algunos meses de nuevo en la celda, y mientras uno de sus compañeros lo ayudaba a inyectarse heroína, decidió poner fin a ese estilo de vida de una vez y para siempre. Así fue que se inscribió en las clases de superación y rehabilitación que el sistema de prisiones de California había comenzado a ofrecer.

Hoy en día, Brian forma parte de un programa de reinserción para reclusos en San Diego que lo obliga a participar de clases grupales semanales junto a personas que han atravesado situaciones similares. Además, ya lleva dos años limpio. «Quiero ser como Megan. Yo era su héroe, pero ahora, no hay duda, ella es la mía».

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