El 18 de febrero de 2014, decenas de miles de venezolanos salieron a las calles de Caracas vestidos de blanco y ondeando banderas tricolor para apoyar al político opositor Leopoldo López, tras conocerse que había una orden de captura en su contra.
Entre gritos y lágrimas, algunos de sus seguidores le rogaban que no se entregara.
«Yo me presento ante una justicia injusta», gritó por megáfono, antes de presentarse voluntariamente ante la Guardia Nacional, que lo llevó en una tanqueta blindada.
Desde entonces, Leopoldo López ha estado enterrado en vida en la prisión militar de Ramo Verde.
El valeroso político está acusado de ser el responsable intelectual de la violencia del 12 de febrero, cuando una manifestación pacífica terminó en actos vandálicos contra la sede de la Fiscalía General, la quema de vehículos oficiales y la muerte de dos manifestantes a manos de agentes de seguridad del Estado.
Aunque López ya se había retirado del lugar cuando sucedieron los hechos, los amigos de Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero y el grupo directivo de Podemos le imputan los delitos de conspiración, incitación a delinquir, intimidación pública, incendio y daño a la propiedad pública, homicidio agravado premeditado y terrorismo.
A lo largo de un año López ha sido víctima de todas las vejaciones y violaciones de los derechos humanos imaginables en la prisión de Ramo Verde. Sin razón alguna le limitan las visitas de los familiares.
A excepción de sus abogados, ningún conocido, amigo o periodista ha podido visitarlo. Ni siquiera los tres expresidentes el chileno Santiago Piñera, el colombiano Andrés Pastrana y el mexicano Felipe Calderónhan podido verlo.
De noche la prisión de Ramo Verde es muy ruidosa. El castigo consiste en poner con volumen alto las canciones revolucionarias de Hugo Chávez para que los presos políticos no puedan dormir.
Hasta los han bañado de orines y excrementos, junto a Ceballos, vecino de celda y de causa, para quebrar su resistencia.
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