La crueldad de Fidel Castro como animal político es muy conocida y ha sido ampliamente estudiada, a pesar de los hermético que fue su régimen dictatorial, diferentes testimonios han confirmado la fortaleza del cubano para cometer las peores crueldades.
De ello se pudo dar cuenta Janet Ray Weininger, quien a finales de e 1979 en el Aeropuerto Municipal de Birmingham, Alabama, sintió que un trágico ciclo de 18 años había llegado a su fin.
Por esa misma pista en abril de 1961 su padre, Thomas «Pete» Ray, había despegado hacia una fracasada invasión a Cuba que lo llevó a la muerte y a pasar casi dos décadas congelado en la nevera de una morgue de La Habana, a -10º C.
Esa mañana de diciembre, hace 40 años este jueves, el cuerpo volvió otra vez a suelo de EE.UU., cubierto de barras y estrellas, en brazo de soldados rigurosamente uniformados.
Y, tras un breve responso en una iglesia local, pasó finalmente a cumplir su deuda postergada con la tierra.
Las trompetas, entre tanto, voceaban duelo.
De alguna macabra manera, «Pete» Ray tuvo suerte.
Del centenar de personas que murieron al intentar derrocar a Fidel Castro en Bahía de Cochinos, fue el único cuyos restos regresaron a Estados Unidos para recibir sepultura.
A diferencia de lo que pasó en Vietnam, o incluso, en Corea del Norte, Washington nunca reclamó los cuerpos de los soldados que envió a Cuba, muchos de los cuales terminaron en fosas comunes o alimentado gusanos en los pantanos del sur de la isla.
Fue también el único de los invasores muertos que, por algún extraño motivo, el gobierno de Castro nunca dejó podrir: decidió conservar su cadáver obstinadamente, incluso cuando los apagones y la falta de recursos sofocaban la morgue del Instituto de Medicina Legal de La Habana.
«El cadáver de mi padre fue una especie de trofeo para Fidel Castro. Como EE.UU. negó por décadas que había organizado Bahía de Cochinos, Cuba encontró en él, que era estadounidense, la prueba de que la invasión se había organizado desde aquí«, contó Ray Weininger a BBC Mundo.
Por más de cuatro décadas, la CIA negó su implicación en el fallido intento de derrocar a Castro.
La versión oficial estadounidense aseguró que se trataba de un grupo de cubanos adinerados que, desde el sur de Florida, buscaban librar a su país de la amenaza comunista de la aún naciente Revolución.
Reconocer que Thomas Ray, un destacado piloto de la Guardia Nacional Aérea de Alabama, era uno los suyos hubiera sido no solo la admisión de su culpa, sino también de la vergonzosa derrota.
«Para Cuba, el cuerpo del piloto era una prueba de que EE.UU. había estado detrás de la invasión. Por eso lo conservaron durante casi 20 años, porque Fidel siempre supo que era americano», le cuenta a BBC Mundo Tomás Diez Acosta, investigador del Instituto de Historia de Cuba y combatiente de la Revolución cubana.
«El piloto yanqui era la prueba directa de la participación de Estados Unidos».
II
No logro recordar la voz de mi padre.
Puedo recordar su olor, recuerdo ese gesto que hacía al comer, cómo me miraba… pero no cómo sonaba su voz. Sé que la cambiaba cuando se enojaba, pero por más que lo intente, no logro acordarme de cómo era.
Yo tenía 6 años cuando murió.
Nunca podré olvidar ese día: yo estaba en un receso en la escuela, que se encontraba al otro lado de la calle donde vivían mis abuelos en Alabama. Vi un carro oscuro y brillante que se detuvo frente a la casa y salieron tres hombres con trajes oscuros.
Cuando llegué a la casa más tarde, todos tenían un aspecto raro.
Salí a jugar y mi madre me dijo que no me alejara, porque teníamos algo que hablar.
Poco después nos contó: los hombres le habían venido a informar que mi padre había muerto, que se había ahogado: un avión de carga en el que iba con otros tres pilotos se había caído y no lograron localizar sus cuerpos.
Le dijeron a mi madre que se lo contara a la familia, porque pronto aparecería la noticia en la prensa y debíamos estar preparados.
Al día siguiente, un viernes, aparecieron los primeros reportes, pero nadie en mi casa podía entender nada: decían que mi padre había muerto trabajando para unos cubanos adinerados en una invasión a Cuba.
Dijeron que era un mercenario.Incluso pusieron la foto de mi padre allí con una «confesión»: «Haré esto para tener buenos ahorros».
Mi familia sabía que eso no era cierto. Mi padre no haría algo así por dinero. Era un militar con honor.
Muchos años después pensé que esas noticias, como las dieron, fue como si dijeran: «Vamos a calumniar a estos hombres para limpiarnos«.
No hubo ninguna muestra de simpatía de ellos hacia mi padre.
Desde ese momento, incluso desde mi inocencia, tuve claro que porque ellos habían perdido su código de lealtad hacia mi padre, no me daba derecho a mí a hacer lo mismo.
Creo que en ese momento comenzó mi lucha contra Fidel Castro y contra mi propio gobierno por la memoria de Pete Ray.
Fue así como como inicié una misión que duraría 18 años y siete meses: encontrar la verdad, traer a casa los restos de mi padre y asegurar que fuera honrado en su propio país.
III
El 15 de abril de 1961, al amanecer, un enjambre de aviones cruzó el cielo aún oscuro de La Habana.
Una vanguardia de bombarderos procedente de Nicaragua comenzó a lanzar su carga terrible sobre aeropuertos militares y puntos estratégicos de la capital y de Santiago de Cuba.
Mientras, barcos de guerra con más de 1.000 cubanos -poco entrenados pero febriles en su ilusión de derrocar a Castro- surcaban rumbo norte las aguas tibias del Caribe.
La invasión, diseñada por la CIA durante el gobierno del presidente Dwight D. Eisenhower, buscaba tomar una ciudad en la costa sur de Cuba, crear un gobierno de transición y promover una guerra de guerrillas que avanzaría lenta, pero arrolladoramente, sobre los últimos reductos de Castro.
El ataque, según documentos desclasificados en 1998, debería aparentar que era organizado únicamente por cubanos descontentos que se habían exiliado en el sur de Florida.
Un contingente de refuerzos desde Estados Unidos los apoyaría una vez iniciada la invasión: no había, les dijeron, posibilidad para la derrota.
Pero a última hora John F. Kennedy, un joven demócrata que heredó el plan de mala gana de su predecesor republicano, se arrepintió a última hora de inmiscuir en esos planes a su Ejército.
De los cientos de marines y tropas de Estados Unidos que estaba previsto que participaran, solo cuatro pilotos y dos aviones despegaron hacia Cuba en la mañana del 19 de abril.
Nunca se supo por qué volaron.
Kennedy había dado señales horas antes que sus militares no asistirían a los anticastristas y los últimos reductos invasores habían sido derrotados sin mucho esfuerzo en los pantanales podridos de mosquitos y caimanes del sur de Matanzas.
Los dos aviones fueron derribados: uno cayó al mar; el otro, pilotado por Pete Ray y Leo Baker, aterrizó de emergencia cerca del Central Australia, en el occidente de Cuba.
Sobrevivieron.
Al menos al accidente aéreo.
IV
Campamento Happy Valley, Puerto Cabezas, Nicaragua. 18 de abril de 1961
Antes de irse a dormir, Bobby Whitley, un ingeniero de radio, salió a revisar por última vez los aviones que despegarían al día siguiente hacia Cuba.
Según contaría años después, se encontró a Pete Ray recostado en el ala de uno, un B-26.
Se sentó a su lado y le habló.
– ¿Sabes que no tienes que ir, Pete?
Ray asintió.
– ¿Sabes que probablemente no regresarás?
– Lo sé, Bobby, pero solo porque mi presidente eligió olvidar a estos chicos no me da derecho a hacerlo yo también. No puedo hacerlo.
V
«El Comandante Fernández Mell, que dirigió la operación de búsqueda, orientó hacer el mayor esfuerzo por capturarlos vivos. No fue posible. Uno de los pilotos al ser descubierto, oculto cerca de la pequeña pista del central, disparó su revólver 38 cañón corto, siendo muerto de inmediato por una ráfaga de FAL. El otro, al ser descubierto, trató de lanzar una granada de mano, muriendo instantáneamente por varios impactos en el tórax y el ojo derecho. El nombre de este último era Thomas Willard Ray, el mismo que 18 años después sería oficialmente reclamado por el Gobierno de los Estados Unidos a solicitud de sus familiares. El otro piloto se llamaba Frank Leo Baker»
(Del artículo Playa Girón, Las operaciones aéreas de la CIA, de José M. Miyar Barruecos. Revista Verde Olivo, 20 abril de 1980, pp: 26-38)
VI
«Al otro, a Leo Baker, no lo conservaron porque se pensó que era cubano, porque era mulato, de piel oscura. Pero con este no había duda que era americano, porque era muy blanco, de ojos azules, alto. Entonces, creo que fue por orden del comandante que se decidió congelarlo».
(Tomás Diez Acosta, investigador del Instituto de Historia de Cuba y combatiente de la Revolución cubana).
VII
A medida que fui creciendo, me obsesioné con buscar cualquier información que pudiera llevar a mi padre: sacaba papeles de la basura que mi madre tiraba, iba a bibliotecas, leía archivos, documentos, libros, todo lo que me pudiera dar un indicio.
Recuerdo que el año en que John Kennedy fue asesinado, mi mamá me preguntó: ¿qué quieres para Navidad?
Pedí una grabadora, que luego colocaba debajo del sofá para que se activara con un resorte cuando llegaban a visitar a mi madre y nos sacaban de la habitación.
A medida que crecía, comencé a contactar con la Guardia Aérea de Alabama y otras personas que conocían a mi padre. La mayoría de ellas no me hablaban, pero hubo alguien que finalmente me dijo: ´Ah, él cayó en Cuba cuando lo de Bahía de Cochinos´.
Esa fue como una primera pista, un indicio de que sabían algo más.
En la televisión un tiempo después escuché que Castro liberaría a algunos prisioneros que habían capturado en Bahía de Cochinos. Cuando los regresaron a Estados Unidos pensé que mi padre también estaría entre ellos.
Recuerdo que miraba la televisión buscando a ver si veía su rostro entre el grupo de hombres que Kennedy recibió en Florida, me pegaba a la pantalla tratando de encontrar su rostro entre los de otros que nada me decían.
Pero papá nunca llegó.
Cuando tenía 15 años, en 1970, comencé a escribirle cartas mensuales a Fidel Castro para preguntarle por mi papá. Le escribí más de 200 cartas durante nueve años.
Nunca obtuve una respuesta.
En unas vacaciones de verano, cuando estaba en la universidad, viajé con mis amigos a Miami.
Cuando ellos se fueron a la playa, yo me fui a la Pequeña Habana [el barrio histórico de los cubanos en la ciudad]en busca de pistas sobre gente que hubiera conocido a mi padre.
Pero nadie me quería hablar, lo único que logré fue que alguien me dijera que había sido un buen piloto.
Nunca entendí por qué tanto secreto, por qué mi gobierno hizo todo lo posible para que yo no supiera dónde estaba mi papá.
Yo sabía que en Miami tenían información, que sabían algo. Así que seguí volviendo una y otra vez.
Fue un uno de esos viajes cuando alguien me contó que había rumores de que en una morgue de La Habana había un cuerpo de un estadounidense, que había un cadáver y fotografías que tomaron después de su muerte.
VIII
– Usted ve a su padre como un héroe, pero ¿cómo ve el hecho de que invadió un país extranjero, lo bombardeó e incluso regó napalm?
– Yo creo que al final mi padre estaba cumpliendo con su deber como militar, que estaba al servicio de su país.
IX
Una madrugada, en abril de 1979, justo el día en que se cumplía el aniversario 18 de la desaparición de su padre, Janet Ray escuchó que tocaron a la puerta de la casa donde vivía entonces, en la base aérea de Hahn, en Alemania.
Se había ido a vivir allí unos años antes, después de casarse con un piloto militar.
Esa noche estaba sola cuando sintió que alguien había llamado.
Al abrir la puerta encontró un sobre. Se lo enviaba Peter Wyden, un periodista con el que se había entrevistado meses antes y que estaba escribiendo un libro sobre la invasión de Bahía de Cochinos.
Janet caminó hasta la calle, buscando una luz cercana para ver qué había adentro.
Un viento cortante mecía unas hojas y las arrastraba a otra esquina de la noche. La primavera todavía se resistía.
Abrió el paquete de un tirón, con la fuerza torpe del temor y la incertidumbre.
«Recuerdo que entré corriendo a la casa y llamé a una amiga. Le pedí que me llevara urgente al aeropuerto. Cuando llegamos, el último vuelo a Estados Unidos estaba lleno. Pedí hablar con el piloto y le rogué que me llevara de vuelta a casa, que mi padre también era piloto, que había muerto en Bahía de Cochinos y que su cadáver lo tenían en Cuba».
«Como no había espacio, los dos pilotos aceptaron llevarme con ellos en su cabina. Viajé con solo US$10 en el bolsillo».
Junto a ella, sobre sus muslos, llevaba el sobre que había recibido en la noche.
Eran fotos de su padre muerto.
X
Los siguientes siete meses fueron decisivos: por distintas vías, Janet Ray intentó comunicarse con el gobierno de Cuba.
A través de un primo periodista, y junto con su abuela, la madre de Pete, logró interesar también a políticos locales en el caso.
«Era como estar entre dos fuegos: por una parte, el gobierno de Cuba me ponía cada vez nuevas condiciones para entregarme el cuerpo, que si tenía que pagar, que si tenía que ir, que si tenía que decir esto o hacer aquello».
«Por el otro, la CIA me negaba toda la información, no me quisieron dar ni las huellas de mi padre. Tuve que gestionar con su médico sus impresiones dentales para que se pudiera identificar el cadáver».
Finalmente, análisis independientes de Cuba y del FBI con huellas dactilares y dentales corroboraron la identidad.
El hombre que había permanecido por 18 años en una nevera del Instituto de Medicina Legal de La Habana era Thomas Ray.
Tras gestiones del gobierno de Carter, el cadáver fue retornado a sus familiares el 5 de diciembre de 1979.
El gobierno de Cuba lo acompañó de una factura por más de US$30.000: los «gastos por la conservación del cuerpo» durante tanto tiempo.
Janet Ray nunca creyó la versión que le dieron y asegura que a su padre lo capturaron, fue torturado y le dispararon en la frente a quemarropa, algo que La Habana niega.
«Thomas Willard Ray, conocido como ‘Pete’, voló a Cuba para agredir a un país extranjero. Nunca estuvo preso, nunca fue atendido de heridas por médico alguno y si algo debiera agradecer su familia es que frente a la actitud deshumanizada del gobierno de Estados Unidos, las autoridades cubanas conservaron y protegieron su cuerpo, para que en alguna oportunidad pudiera ser entregado a sus familiares», escribió el portal oficialista Cubadebate en 2004.
Ese año, Janet Ray ganó una demanda contra Fidel Castro por US$87 millones en un tribunal de Miami por el «homicidio culposo» de su padre y recibió el dinero de los fondos congelados al gobierno de Cuba al inicio de la Revolución.
El gobierno cubano desestimó el juicio y lo tildó de «embuste» y de una «búsqueda de dinero» por parte de la hija del piloto.
BBC Mundo intentó conocer la versión actual de las autoridades de la isla sobre el caso, pero no obtuvo respuesta.
XI
Cuando trajeron de vuelta el cuerpo de mi padre, yo estaba embarazada y ese día me sentía muy mal.
Tenía algún tipo de resfriado o algo así. Mi familia decidió que no me dejarían ver el cadáver. Pero en ese momento, era algo que nadie me hubiera podido impedir.
Sabía que tendría que renunciar a la imagen de papá que tenía de la infancia y verlo de esa manera. Se lo debía a él.
También, para ese punto, tantas personas me habían mentido, tanta gente había sido deshonesta conmigo, que si no lo hubiera visto yo misma, no hubiera creído que era él.
Entré. Lo vi. Tenía la boca abierta. Le vi los dientes que le habían partido cuando era joven en un partido de fútbol, las heridas de cuando murió. No tenía dudas de que era él, de que mi padre estaba otra vez cerca de mí.
Le habían colocado finalmente un uniforme militar. A Cuba había ido de ropa civil, para que no lo pudieran identificar como parte del Ejército de Estados Unidos.
Yo le había escrito una larga carta cuando regresaba de Alemania y se la guardé en el bolsillo, sobre su corazón.
Le decía: ‘Quiero que sepas que siempre te necesité y que si tuviera que buscarte de nuevo por otros 18 años, lo haría todo otra vez, porque tanto me diste que me enseñaste el verdadero significado de la libertad. Siempre te amaré´.
XII
En 1974, la CIA entregó la Cruz de la Inteligencia, su máxima distinción, a Thomas Ray. Su familia no lo supo hasta muchos años después.
Cuando Janet Ray escribió a la agencia en 1994, tras conocer que una de las estrellas a la entrada del Pentágono (en honor a militares que han muerto en servicio) estaba dedicada a su padre, le respondieron que era cierto, pero que, en el caso de Pete, se trataba de una «excepción».
La CIA no reconocería su participación en Bahía de Cochinos -y que Thomas Ray era uno de los suyos- hasta 1998.